Kabul. La última salida de fuerzas occidentales de Afganistán ocurre entre carnicerías en tierra, agrias acusaciones y recriminaciones en Washington y Londres, y desaliento y temor entre la gente que se queda atrás en una tierra quebrantada.
El 20 aniversario del 11/S estará marcado por la humillante derrota de Estados Unidos, Gran Bretaña y sus aliados, y por una creciente oscuridad para los afganos que ven cómo les arrebatan las dolorosas ganancias de las dos décadas pasadas mientras se adentran en un ominoso futuro.
El ataque en el aeropuerto de Kabul cometido por el Isis-K la semana pasada, en el que al menos 169 afganos fueron masacrados, y la prevalencia de otros grupos extremistas, entre ellos Al Qaeda, fueron una advertencia de que la salvaje guerra civil que siguió al retiro de las fuerzas rusas a finales de la década de 1980 podría volver, junto con toda la devastación que entraña.
He cubierto la guerra más reciente en Afganistán desde sus comienzos y he sido testigo de primera mano de las atrocidades que una vez más parecen ser el destino del país. De hecho, presenciar la caída de Kabul y luego la dolorosa lucha de los refugiados que han intentado huir del Talibán en las semanas pasadas sólo me ha dejado en claro que para muchos afganos la pesadilla ya empezó.
“Esta mañana pensaba que tengo 20 años de edad; nací el año en que terminó el gobierno Talibán. La vida que tenía terminará ahora, 20 años después”, me dijo Afshaneh Ansari, hermana de un amigo a quien conozco desde hace 10 años, el día que los militantes entraron en Kabul.
“Quería ser una artista que intentara fusionar el arte afgano con el occidental. También soy una activista en temas de género”, comentó Afshaneh, estudiante de la Universidad de Kabul. “No creo que eso sea posible ahora en Afganistán; no puedo creer que este desastre haya sucedido, que nuestras vidas hayan quedado destruidas así nada más”.
Para otros, la aflicción se mezcla con la perplejidad de ser abandonados por Occidente. Benesh Allaiwal, activista de derechos humanos, de 28 años, me llamó el día en que el Talibán dijo a las trabajadoras que permanecieran en casa y en que Joe Biden se negó a extender el plazo para las evacuaciones.
“No me sorprende que el Talibán y el presidente estadunidense nos causen tanto daño el mismo día. Supongo que algo así iba a ocurrir desde que Biden anunció que retiraría a los soldados, lo que fue la señal de ataque para el Talibán”, dijo.
La familia de Benesh había huido a Pakistán durante el gobierno talibán y regresó después de que el régimen del mulá Mohammed Omar cayó tras la invasión estadunidense y británica de 2001. “Los estadunidenses y europeos animaron a las mujeres como yo a estudiar, a luchar por nuestros derechos y los de otras personas”, subrayó. “Y ahora esas son las cosas que me ponen en la mira del Talibán. La única esperanza que tenemos son los vuelos, poder pasar los retenes del Talibán, pero créame, muchos no lo lograremos”.
La evacuación fue turbulenta desde el principio, lo que era previsible con los límites temporales y los términos de referencia impuestos. Es cierto que miles han sido transportados por aire hacia lugares seguros, pero muchos han quedado atrás, y algunos se ocultan, perseguidos por vengativos yihadistas.
En muchos integrantes de las fuerzas estadunidense, británica y de otros países occidentales hay indignación por lo ocurrido: saben que están dejando atrás personas con las que han trabajado, a menudo en condiciones de peligro.
Lo que han presenciado, a medida que la gente buscaba escapar del Talibán en los vuelos de desalojo, ha sido una experiencia de fuerte carga emocional para muchos. En un día particularmente malo, en el que siete personas perecieron por la aglomeración y el calor fuera del cuartel británico, el hotel Baron, un soldado del régimen de paracaidistas se me acercó para decir: “sabe, llevo 12 años en el ejército y esto que ocurre es lo peor que he experimentado”. Un soldado más joven dijo simplemente: “nunca había visto un cadáver; al unirme al ejército sabía que vería gente morir, pero no esperaba esto”.
Cada periodista extranjero en el terreno ha recibido súplicas desesperadas de quienes intentan salir; todos han hecho lo que han podido, sacando individuos y familias con ayuda de militares solidarios y oficiales que han mostrado paciencia y compasión.
Las súplicas de ayuda han continuado aun cuando los vuelos han cesado. Vienen de personas que conocemos bien y de otras que nos son desconocidas. Mientras escribo esto recibo llamadas de alguien a quien conocí en Herat hace dos semanas. “Por favor, por favor, ayúdeme; haga que su gobierno me ayude, quieren matarnos”, dijo el hombre. Tenía razones para temer.
Hay mucha preocupación por nuestros colegas afganos en los medios. Ellos han sido los verdaderos héroes en la cobertura del conflicto. Nosotros, los medios extranjeros, hemos llegado en el curso de los años, cumplimos nuestro periodo y nos vamos. Pero ellos han continuado con su trabajo cuando Afganistán se alejó de la atención internacional, reportando las atrocidades de la insurgencia, exponiendo la corrupción en el gobierno. Han pagado un duro precio; muchos han sido amenazados, secuestrados, atacados…, algunos asesinados.
Si la situación en Afganistán ha tenido un impacto tan poderoso en tantas personas –trabajadores, militares, medios, diplomáticos–, ha sido en parte porque todos atestiguamos el renacimiento de una nación hace dos décadas, y ahora estamos viendo cómo la destrucción se desenvuelve ante nuestros ojos.
Hubo un tiempo de esperanza, color y luz
El fin del gobierno talibán fue un tiempo de gran esperanza. La grisura sofocante del imperio islamita fue remplazada por el color y la luz. Había música, abrieron tiendas, aparecieron carteles brillantes, las mujeres arrojaron los yihabs. Brotaron escuelas para niñas y de idiomas, se introdujeron materias modernas en las escuelas y universidades.
Los líderes talibanes habían huido a sus refugios en Pakistán. En Kandahar, en el hogar del mulá Omar, con sus candelabros enchapados en oro, sus paneles de formica y una mezquita rococó con espejos verdes y azules, los locales entraban buscando souvenires. Los señores de la guerra habían aceptado a regañadientes que tenían que desbandar sus ejércitos privados.
George W. Bush aseguró a los afganos en ese tiempo: “pueden contar con Estados Unidos, nos quedaremos para garantizar seguridad”. Tony Blair declaró: “esta vez no nos iremos”, como había hecho Occidente después de usar a los muyahidines para echar a los rusos.
Pero Estados Unidos y Gran Bretaña se fueron de nuevo, esta vez hacia el desastre de Irak, en 2003. Los fondos para la reconstrucción se desviaron. Las raquíticas fuerzas fueron reducidas todavía más. Los operativos de la CIA y de fuerzas especiales en la frontera con Pakistán fueron enviados a cazar a Saddam Hussein y miembros prominentes del partido Baaz.
Conocí a uno de ellos, Alex, ex ranger del ejército estadunidense con 19 años de experiencia, que hablaba con fluidez dari, pashto y urdu, en el Campo Victoria, cerca del aeropuerto de Bagdad, a finales de 2003. “Estábamos llegando a algo y luego nos ordenarnos ir para allá. Tuvimos que dejar a nuestros agentes afganos; a algunos los mataron”, dijo, meneando la cabeza con indignación. “Yo era especialista en Afganistán, pasé años con el Muj. Ni siquiera hablo árabe, por Dios, pero ahora en Washington Afganistán les importa un carajo. No saben que los problemas se acumulan allá”.
Los medios se enfocaron en Irak, que había comenzado su descenso al abismo después de la “liberación”. Pero rápidas visitas a Afganistán mostraron que los talibanes, ayudados por elementos del ejército y de los servicios de inteligencia paquistaníes, que los alimentaban y alentaban, regresaban aprovechando el vacío de seguridad, capturando distritos rurales y perpetrando ataques en las ciudades.
Los políticos estadunidenses y británicos parecían indiferentes a lo que ocurría. Donald Rumsfeld, secretario estadunidense de la Defensa en ese tiempo, nos dijo en Mazar-e-Sharif que la guerra había terminado: “el Talibán está acabado, son marginales. No tienen papel en el futuro de Afganistán”.
En 2006, cuando la situación de seguridad comenzó a resquebrajarse, Occidente regresó a Afganistán con el establecimiento de la Isaf (Fuerza Internacional Asistente de Seguridad), a cargo del general británico sir David Richards. Gran Bretaña fue a Helmand, misión que el entonces secretario de la Defensa John Reid anunció que probablemente “terminaría sin un solo disparo”.
Una de las razones para ubicar a la fuerza británica en Helmand fue atacar el cultivo de amapola: 90 por ciento de la heroína en las calles británicas procedía de esa provincia, responsable de 25 por ciento de la producción de opio en Afganistán. Veinte años después, Helmand produce alrededor de 62 por ciento del total nacional.
Los militares británicos recelaban en extremo de involucrarse en la creación de otra capa de enemigos entre los campesinos cuya subsistencia dependía de ese cultivo, y Londres no fue muy claro en informarles sobre su política.
Mientras las tropas se desplegaban, el teniente coronel Henry Worsley, oficial británico a cargo de la capital de Helmand, Lashkar Gah, me preguntó al saber que me dirigía a Kabul: “¿irá a la embajada británica en Kabul? De ser así, ¿podría preguntarles cuál es exactamente la política del gobierno sobre la erradicación de amapola? Nadie nos ha dicho”.
En tanto, la compañía estadunidense DynCorp comenzó a destruir campos de amapola y los campesinos esperaban la prometida compensación. Pronto los contratistas dieron en ir a comer a la base con sus compatriotas estadunidenses. Una tarde, cuando estábamos allí, un automóvil retacado de explosivos los siguió y entró por la puerta principal. Fue el primer ataque suicida en Lashkar Gah.
El teniente coronel Worsley, ex oficial del Servicio Aéreo Especial, hombre valiente, agradable y modesto, murió en 2016, cuando estaba a punto de hacer historia al completar el viaje de Ernest Shackleton al Polo Sur. Recababa dinero para el fondo Endeauvor para hombres y mujeres de las fuerzas armadas que habían sido heridos. En los años que mediaron hablábamos de cuando en cuando sobre todo lo que salió mal y bien en aquellos primeros días en Helmand.
Bases militares, invitación a los milicianos a combatir
Hacia el verano de 2006, los británicos tenían otras preocupaciones aparte de las amapolas. Helmand estaba en llamas; pequeñas unidades británicas eran sitiadas en sus bases por el Talibán. Las bases se habían establecido a insistencia del presidente afgano, Hamid Karzai, quien se quejaba de la creciente presencia de los milicianos. Resultó una invitación a éstos para acercarse y pelear. Aceptaron el reto y aumentaron las bajas, en especial después de que los atacantes empezaron a utilizar bombas camineras en escala industrial.
Los dispositivos explosivos improvisados (DEI) fueron el factor que cambió el juego, al causar más de 90 por ciento de las bajas.
En 2010, en Babaji, el sargento mayor de compañía Steve Taylor, de los Guardias de Coldstream, dijo al verme llegar: “de 130 hombres, hemos tenido cuatro muertos y 35 heridos; cuatro de éstos han tenido amputaciones dobles, y dos, amputaciones sencillas. Tengo jóvenes suplicando que no los mandemos a patrullar, pero uno les dice ‘hijo, tienes que pasar por esto, es lo que hacemos’. Van y cumplen la tarea. No les podría pedir más”.
Pronto tuve una probada de lo que ellos enfrentaban en Babaji. Durante una patrulla, un sargento resultó lesionado por un arma improvisada cuando corría a auxiliar a un soldado herido. Cuando regresábamos con los camilleros, otro dispositivo, colocado en una ruta que se había despejado pocas horas antes, estalló y causó más heridas severas. En bases como Sangin, tanto soldados como periodistas vivían bajo sitio, sometidos a ataques constantes. Mientras continuaba el conflicto entre fuerzas occidentales e insurgentes, comenzó una campaña de asesinatos por el Talibán. En particular, las mujeres fueron blanco de la venganza.
Yo había escrito sobre cinco mujeres que simbolizaban el nuevo rostro valiente de Afganistán. Cuatro de ellas fueron asesinadas después, y la quinta, una legisladora de Kandahar, se refugió en Kabul luego que sus familiares fueron heridos en una emboscada en la que su marido pereció.
Safia Amajan, que había sobrevivido a los años del Talibán dando clases a niñas en secreto, fue asesinada a la edad de 65 años, en septiembre de 2006. Conocí a los dos asesinos, de poco más de 20 años, en la prisión de Sarposa, en Kandahar. Habían cometido el asesinato a cambio de los 5 mil dólares que ofreció un mulá de Pakistán.
Malalai Kakar, la mujer policía más prominente del país, que encabezaba un equipo de 11 oficiales femeninas que rescataban a mujeres víctimas de abuso, y que había dirigido la investigación sobre la muerte de Amajan, fue asesinada un mes después, luego de ser atraída a una emboscada con un reporte falso de que una mujer estaba en cautiverio.
Zarghuna Kakar, la legisladora, entró en la política a raíz de que vio a Cherie Blair y Laura Bush hablar en la televisión sobre la importancia de que las mujeres tomaran parte en la vida pública en el Afganistán del futuro. Asistió al funeral de Malalai.
La legisladora había estado bajo sentencia de muerte del Talibán, pero no recibió protección de las fuerzas afganas o del Isaf. Poco después ella y su familia fueron atacados en el mercado local. Murió su esposo, Mohammed Nasir, y ella sufrió heridas en la cabeza. Zarghuna voló a Kabul con sus hijos.
Figuras públicas fueron atacadas. Conocí a Ahmed Wali Karzai, hermano y hombre fuerte del presidente, que gobernaba Kandahar, poco después de que una salva de misiles fue disparada hacia su casa en esa ciudad. “Nueve veces han tratado de matarme, tienen que hacer un poco más que esto”, dijo, mostrando con el brazo los daños causados.
AWK, como se le conocía, era seguidor del Chelsea y gran admirador de John Terry; me preguntó si podría conseguirle una camiseta autografiada del entonces capitán del equipo. Logré conseguirle una gracias a un colega de la sección deportiva de The Independent y llamé a Karzai para decirle que me gustaría dársela en mi siguiente visita a Afganistán. Una semana después, uno de sus guardaespaldas lo mató de un tiro.
El conflicto continuaba. Hubo “incrementos” de tropas en tiempos de los comandantes estadunidenses David David Petraeus y Stan McChrystal, que recuperaron terreno del Talibán. Joe Biden, como vicepresidente de Barack Obama, se oponía con fuerza al envío de más tropas, pero perdió la discusión.
Al final quedó en empate; los talibanes ocuparon franjas de zonas rurales y el gobierno, con apoyo de Occidente, sostuvo ciudades y poblados grandes. La Isaf terminó sus operaciones militares en 2014, y sólo una fuerza relativamente pequeña permaneció.
El Acuerdo de Doha dio al Talibán todo lo que exigía
Pero esa pequeña fuerza –unos 2 mil 400 estadunidenses, poco menos de mil de la OTAN y 750 británicos– era un seguro contra los insurgentes y sus patrocinadores paquistaníes. Sin embargo, esa red de seguridad fue tirada a la basura por el gobierno de Donald Trump en el torpe manejo de las pláticas encabezadas por Zalmay Khalilzad, representante del Departamento de Estado, y el resultado fue el muy deficiente Acuerdo de Doha, que dio al Talibán prácticamente todo lo que exigía.
Ahora el presidente Biden se afana en afirmar que heredó de Trump ese mal acuerdo. Sin embargo, a lo largo de toda la campaña presidencial afirmó en repetidas ocasiones que no daría marcha atrás a la decisión de retiro. Desde que entró a la Casa Blanca, no ha hecho nada ante las repetidas rupturas del acuerdo por parte del Talibán, que hubieran permitido a Washington revisar su posición.
El mantra de los oficiales estadunidenses y británicos fue ahora el ejemplo de Najibullah. El presidente afgano dejado por los rusos a su salida no era un simple patiño del Kremlin, como Occidente había afirmado, sino un líder astuto que había mantenido a raya a la insurgencia durante tres años, hasta que el colapso de la Unión Soviética cortó el flujo de dinero y el suministro de combustibles. Eso no ocurriría al gobierno de Ashraf Ghani con la continuación del apoyo occidental, afirmaban.
Sin embargo, desde mediados de julio seguimos escuchando de los colegas, funcionarios y militares afganos que las cosas estaban poniéndose muy mal. Cuando llegué a Afganistán, hace un mes, los talibanes habían lanzado importantes ataques sobre tres ciudades principales, Kandahar, Herat y Lashkar Gah.
El colapso
El subsecuente colapso de las fuerzas afganas fue espectacular. Habiendo cubierto algunas misiones con ellos en el pasado, en las que combatieron con valor y profesionalismo, quedé tan sorprendido como cualquiera por lo que trascendía, en especial después de pasar algún tiempo en Herat con fuerzas afganas y seguidores del veterano comandante muyahidin Ismail Khan, que se defendieron bien con ayuda de ataques aéreos estadunidenses.
Lo que sucedió en Herat quizás aporte una señal de lo que ha pasado en todo el país. Un combatiente talibán había llegado a la ciudad de Herat, entonces bajo control del gobierno y por consecuencia con gran riesgo para él, para comunicar el punto de vista del Talibán a mí y a un colega afgano.
Se le notaba apagado, pues su grupo había sufrido una seria derrota. “Sólo tememos a dos cosas: a Alá y a los ataques aéreos estadunidenses”, dijo, quejándose de que los estadunidenses habían quebrantado el Acuerdo de Doha al continuar las acciones militares. Sin embargo, Herat cayó en manos del Talibán dos días después. Yo estaba entonces en Kabul. El militante me dijo por teléfono que él y sus camaradas no sabían lo ocurrido. “Sólo entramos; no tuvimos que disparar un tiro. El gobierno y los hombres de Ismail Khan se habían ido”.
Soldados afganos que combatieron allí y en otras ciudades como Lashkar Gah y Mazar relatan que sus comandantes les ordenaron retirarse cuando ellos creían estar ganando la batalla. Cuando le pregunté qué creía que había ocurrido, un capitán del ejército no vaciló: “Dinero, mucho dinero cambió de manos. El Talibán no tiene tanto dinero, pero la gente que lo apoya sí”.
Los últimos vuelos estadunidenses están despegando de Kabul mientras el Isis dispara misiles al aeropuerto. En tanto, se informa que por lo menos 10 civiles, entre ellos seis niños, perecieron en un ataque de un dron estadunidense que supuestamente iba dirigido a un coche bomba. La violencia y rencor que ha marcado la guerra más prolongada de Estados Unidos continúan hasta el amargo final.