Dash-E-Barchi., “Reconocí sus ojos; un padre no olvida los ojos de su hija. También tenía un diente frontal roto, de cuando se cayó de la bicicleta. Esas cosas me hicieron ver que era Zakia”, expresa Rajab Alí Razayee al describir cómo identificó el cuerpo de su hija de 13 años, muerta en un bombazo. “Tenía quemaduras muy feas en la cara, el cuello, las manos; debió de haber sufrido mucho. Cuando la vi, rompí a llorar. Pero tenía que parar, pues tenía otra tarea, y había que informar a la familia lo ocurrido. Tenía que mostrar calma”.
La tarea a la que se refiere era identificar a otra hija, Saliha, de 18 años, cuyo cuerpo estaba en una ambulancia en el exterior. Luego llevó a sus hijas a casa en un taxi, donde lo esperaban su esposa, sus otros hijos y sus abuelos. Las dos muchachas, que querían ser doctoras, estuvieron como desaparecidas dos días desde el bombazo en la escuela Sayed ul-Shuhada, en mayo, por el cual perecieron 85 personas y 153 resultaron heridas, la mayoría estudiantes. Había otras familias dolientes alrededor de la casa de los Razayee: 14 chicas del vecindario estaban entre las víctimas.
Los bombazos del jueves en Kabul han puesto la atención internacional sobre el Isis-K (Isis Khorasan), que cometió la masacre de más de 150 personas, entre ellas 13 militares estadunidenses. El gobierno de Washington anunció posteriormente que había dado muerte a dos miembros de alto rango del grupo islamita en un ataque con drones en la provincia de Nangarhar.
El Isis-K se formó a principios de 2015, cuando el Isis establecía su “califato” en Siria e Irak. Sus militantes fueron reclutados entre yihadistas afganos y paquistaníes, algunos de los cuales provenían del Talibán en esas naciones. Poco antes de la carnicería cerca del aeropuerto de Kabul, el Isis-K había perpetrado ataques letales en Kabul y otras partes del país. Las víctimas fueron afganas, y sus muertes recibieron atención limitada en los medios occidentales.
El bombazo en la escuela fue sólo uno en una serie de atrocidades. El año pasado, el Isis-K fue responsable de asesinatos en un hospital que tenía un gran pabellón maternal, operado por Médicos Sin Fronteras (MSF), una de las pocas unidades de esa especialidad en la capital. Militantes disfrazados con uniformes de policías llegaron al pabellón y abrieron fuego. Veinticuatro personas murieron, de ellas 16 mujeres, entre pacientes y enfermeras. También dos recién nacidos. MSF cerró el pabellón, por temor de nuevos ataques. En otro atentado, 63 personas perecieron cuando un atacante suicida se hizo estallar en una boda.
Muchos de los ataques fueron sectarios. La escuela y el hospital estaban en Dash-e-Barchi, una zona donde la mayoría de los residentes son chiítas de la comunidad hazara, que ha sufrido repetidos ataques. Dos semanas después del bombazo en la escuela, dos minivans del transporte público volaron en pedazos; murieron nueve personas. El ataque suicida en la boda fue en Chardahi, otra zona chiíta.
Razayee no entendería por qué hay gente que comete actos tan bárbaros. “Algunos tienen mucho odio dentro y otros sufren. No diré que sólo sufren los chiítas y los hazaras; hay otros, sunitas, que también han tenido muchas pérdidas y mucho dolor. No entiendo por qué quieren matar personas inocentes”, dice.
La familia Razayee eran campesinos de subsistencia de Bamiyan, y al llegar a Kabul abrieron una tienda. Zakia y Saliha fueron las primeras de la familia en ir a la preparatoria, y su aspiración de ir a la escuela de medicina era causa de orgullo familiar.
“Somos pobres y queríamos que nuestros hijos tuvieran mejores vidas que nosotros. No es diferente si son chicos o chicas. Nuestras hijas y otras muchachas mostraron lo que podían hacer si les daba la oportunidad”, dice Razayee. “Pero les quitaron esa oportunidad. Hemos perdido a nuestras hijas y tenemos otro hijo joven que también está muy afectado por lo sucedido. Vio los cuerpos después del bombazo y ahora sufre pesadillas y no le gusta ir a lugares concurridos. No sé si alguna vez nos recuperaremos”.
Los asesinos que fueron al hospital de MSF conocían la disposición del edificio, indican funcionarios del gobierno: pasaron de piso en piso, lanzaron granadas e irrumpieron en una sala donde mujeres amamantaban a sus bebés, y allí abrieron fuego. Gulmai, de 24 años, que había dado a luz a una niña unos días antes, recibió disparos en el brazo y el hombro. Sobrevivió.
“Tuve mucha suerte. Caí al piso y tal vez pensaron que estaba muerta y se movieron a otra parte.
“A otras mujeres las mataron, igual que a los bebés; fue terrible”, añade. “Cada vez que miro a mi niña ahora, pienso en lo afortunadas que fuimos. Me dicen que uno de los atacantes era apenas un muchacho. ¿Cómo pudieron hacer eso? Desde entonces todo nos pone muy nerviosos, y ahora las cosas están empeorando”.
Tanto los Razayee como la familia de Gulmai están ahora atrapados en Kabul. Gulmai, su esposo y seis miembros de su familia trataron de llegar al aeropuerto, pero los regresaron en un retén. Ahora consideran si deberían hacer el viaje por tierra a Pakistán. Dice Razayee: “Tengo una sobrina en Suecia y esperaba llevar a mi familia allá. Pero no fue posible. También intentamos volver a Bamiyan, pero los caminos están en mal estado. Así que todo lo que podemos esperar ahora es que no ocurran más cosas malas”.