El vestido de tafeta gris sigue impregnado con el olor de la naftalina. Magda lo carga en sus brazos como si fuera el cuerpo de Jacqueline –¿desmayada, dormida?–; se sienta en la cama, lo extiende sobre sus rodillas y con el índice derecho recorre las arruga marcadas en la tela que aún conserva su brillo: envejeció dentro de una caja, sin más historia que la noche de la fiesta. “Todos levanten sus copas. Quiero que brindemos por el cumpleaños de mi hija Jacqueline. Mi amor: deseo que cumplas muchos, muchos años.”
Magda ha atesorado ese vestido durante los años que su hermana lleva de haber muerto. “Veintiocho años”, dice, y la asalta el recuerdo de su propia voz en aquella hora amarga: “Doctor: mire, le escurre una lágrima.” El médico movió la cabeza para desechar la posibilidad de que ese escurrimiento fuera señal de vida y le puso la mano en el hombro para darle consuelo. ¿Cuál podía ser ante la pérdida de Jacqueline? Ninguno. Aquella tarde y luego muchas más después ha seguido padeciendo esa sensación de vacío que nos dejan las ausencias definitivas.
Lo recuerda todo con precisión, como si hubiera sucedido ayer: la lamparita cubierta con una tela blanca, el frasco de pastillas, la caja de pañuelos desechables, el incesante tic tac del reloj, el agua mineral burbujeando en el vaso, el vestido de tafeta gris en el suelo, abandonado. Esos detalles mínimos quedaron en su memoria envueltos en el aire denso y tibio, la penumbra y el olor especial que flotaba en el cuarto de Jacqueline. “Pobrecita mi niña: su nombre no está en el santoral”, lamentó la abuela al tomar la tela blanca de la lamparita para atársela a la mayor de sus nietas alrededor de la cara. “Parece una novicia que duerme”, agregó entre suspiros.
II
Magda piensa que así como la enfermedad de olvido tiene un nombre, debería haber otro para la dolencia de recordarlo todo demasiado. Si pudiera decírselo a Jacqueline ella inventaría el término al instante. Le gustaba jugar con las palabras, mover el orden de las sílabas y revolverlas como se hace con las fichas del dominó. El resultado: una serie de términos deformes, incomprensibles, que la hacían reír.
“Nos hacía reír”, se corrige Magda y estrecha el vestido con la absurda esperanza de percibir algo de la loción... “¿Cómo se llamaba?” No logra recordarlo; en cambio, recuerda que la compraron en una farmacia para celebrar el primer sueldo de Jacqueline en la tienda departamental y también que Guillermo, el jefe de piso, le había augurado éxito como dependienta.
Sobre la expresión de esos buenos deseos, ella y Jacqueline se habían pasado horas de la noche imaginando en voz lo más baja posible (“Niñas, ya duérmanse. ¿No saben qué hora es?”) futuros inmediatos, alegres, compartidos. Al cabo de unos meses, de golpe, todos se volvieron irrealizables. Magda los evoca para reconstruir a su hermana: tres años mayor, muy enfermiza, pero la más alegre de las dos.
“Jacqueline, Jacqueline”, dice Magda, y de nuevo acaricia la tela del vestido. De pronto siente un pinchazo en la palma de la mano. Se lo causa el alfiler con que su hermana había enmendado la rotura que, por accidente, había hecho en la falda con el tacón de su zapatilla.
El hallazgo del pincho la sorprende tanto como el haber descubierto, años antes, entre las pertenencias de su hermana los trozos de papel en los que acostumbraba escribir las palabras deformes que inventaba robándose fragmentos de otras. Jacqueline nunca le dijo la razón de ese juego. Ahora le gustaría saberlo, pero es inútil. Magda comprende que ante los muertos no caben preguntas ni perdones.
III
Magda dobla el vestido, lo besa y vuelve a depositarlo en la caja de cartón donde ha permanecido desde hace años, tantos como los que... Ya qué importa. Va a regalárselo a alguna de las mujeres que llegan a diario para pedirle cualquier trabajo, comida, zapatos, algo de ropa. Será tan sencillo como sacar la mano por la ventana y decir: “Señora, venga: tome esto. Ojalá le sirva.” La beneficiada recibirá la prenda gustosa, agradecida, sin molestia por el olor a naftalina y ni imaginar que en la falda un alfiler enmienda un leve daño.
En cuanto se deshaga de ese vestido –la única pertenencia de Jacqueline de la que no se ha desprendido– se sentirá liberada de un peso y del recuerdo de aquel cumpleaños en el que su hermana lució radiante, en el umbral del futuro que la esperaba. “Todos alcen sus copas. Quiero que brindemos por la felicidad de mi hija y para desearle que viva muchos, muchos años.”
Pese a los buenos deseos, Jacqueline no cumplió ni pocos ni muchos más. Sus males se confabularon contra ella, pronto la consumieron. A Magda la reconforta saber que permaneció al lado de su hermana todo el tiempo para hacerle compañía, consolarla, inclusive mentirle para hacerla feliz asegurándole pronto alivio. Ahora lamenta haber invertido en eso el poco tiempo que les quedaba, en vez de aprovecharlo para decirle cuánto la quería y lo mucho que significaba para ella.
La avergüenza reconocer algo de lo que nunca antes se había percatado: no invirtió ni un minuto en pedirle perdón a su hermana por haber envidiado en secreto su fragilidad, su mala salud. Una leve fiebre, un dolorcito, un mareo le granjeaban cuidados extremos, pero sobre todo manifestaciones de cariño que ella –fuerte y saludable– jamás había escuchado.
Magda se pasa la mano por la frente como si quisiera limpiarse de pensamientos que la tomaron por sorpresa y la hieren como la punta del alfiler oculto entre los pliegues del vestido gris que ella y Jacqueline habían comprado poco antes del cumpleaños, una tarde en que iban hablando de... Se frena otra vez. Necesita huir del pasado y vuelve a decirse que así como la enfermedad de olvido tiene un nombre, debería inventarse otro para la dolencia de recordarlo todo demasiado.