La debilidad de la recuperación ha sido señalada por analistas y por instituciones públicas y agencias financieras ubicadas en México.
Las implicaciones de la pandemia sobre la vida social y su reproducción económica no han dejado de estar documentadas, y la preocupación sobre su gravedad cunde. Tanto en la academia como en organismos de la sociedad civil la visión dominante es, para decir lo menos, pesimista.
Bajo el dominio de la incertidumbre, algunas de las acciones adoptadas por las élites políticas para sortear el temporal lo han profundizado. Más que analizar la circunstancia, reflexionar y generar propuestas reformadoras o correctivas de políticas, los encargados han montado escenarios que remiten a callejones sin salida.
Para muchos, no parece haber más salida que la demolición de las instituciones: del Presidente a los tribunales; de las instituciones electorales a la Comisión Federal de Competencia Económica. Según este credo apocalíptico, cultivado por tirios y troyanos, todo debería caer.
El presidente López Obrador, por su parte, también entona cantos a la destrucción institucional, no como víacrucis, sino como Vía Apia a la redención. Para su verbo no hay límite de tiempo ni de alcances.
Cambiar instituciones para encauzar reclamos no ha sido práctica ajena a la política mexicana, la autoritaria y la democrática, aunque en ambos flancos tendríamos que señalar una persistente falta de sintonía y hasta de congruencia con los reclamos originales. Tal podría haber sido la inspiración de Morena en su lucha por el poder, que llevaría a entender su triunfo no sólo como victoria personal, sino como la “coagulación” de descontentos e indignaciones masivos frente a las tristes ofertas del bando derrotado.
La ilusión de un candidato maravilla se torna desilusión. A los impactos de la pandemia sobre la vida de millones y las múltiples carencias del sistema público de salud, se suma un “estilo” personal de gobernar que ha optado por la confrontación, lo cual ha deteriorado la aceptación del Presidente y su gobierno. El desgaste podría ser prematuro, pero sus implicaciones inmediatas se reflejaron ya en las pasadas elecciones y en una suerte de mar de fondo, cuyas corrientes no parecen ser recogidas por los sondeos que mantienen alta la aceptación del mandatario.
Los dos principios que las diferentes y sucesivas reformas electorales parecían haber asentado en el sistema político han empezado a dar de sí, a pesar de que el desempeño ciudadano siga siendo fuente de aliento y hasta de confianza: que los votos se cuenten y cuenten para la constitución legal del poder y que la política descanse en el juego plural, sin dados cargados ni resultados de una vez y para siempre, en cada elección se gana y se pierde. Hoy, ambos son cuestionados desde el poder, pero a su modo también desde el flanco opositor.
Ahora, con la pandemia y su desastrosa estela en lo económico, ha empezado a configurarse otra escena, poco propicia para la democracia y las instituciones. La exacerbación de los embates presidenciales contra los órganos autónomos jurisdiccionales sólo ha agravado la compleja situación.
Erosionados los paradigmas dominantes de la política de fin de siglo, a la par del gran proyecto globalizador vía el mercado mundial unificado, nos queda la reinvención de un reformismo comprometido con la reconstrucción de dichos paradigmas y entregado a la fundamental tarea de rescatar a los millones de damnificados, reconstruir estructuras que no funcionen, y proponer otro curso para el desarrollo de la nación.
Nada que celebrar y sí mucho para reflexionar y deliberar.