No hay tradición que se nutra de mentiras y menos de indiferencia. Todo indica que tanto a los públicos ocasionales (minoría) como a los asiduos (otra minoría) les importa un rábano si a México regresan las corridas de toros o Ponce, Hermoso, Morante o Ferrera (el diestro consentido reciente del monopolio Bailleres), o si alguna imaginativa y minúscula empresa tiene a bien anunciar carteles en donde a la media docena de nacionales que medio figuran se añaden los nombres de otra media docena de los “descubiertos” en ese cachondeo denominado México busca un torero, promovido por la empresa de la Plaza Muerta antes México, como presagiara hace años el cronista Lumbrera Chico.
¿Se ha enterado usted de alguna manifestación, en cualquier lugar de la república, exigiendo a autoridades y empresa la apertura inmediata de la plaza de la localidad, observando las medidas sanitarias al uso? ¿Sabe de algún gremio, sean ganaderos, matadores, subalternos o comunicadores, en huelga de hambre frente a la empresa o monopolio en turno para reiniciar sin excusa los festejos que den sentido a esos gremios?
Instaladas en una comodidad y en una falta de personalidad notable, las figuras de allá y de aquí ya no fungen como catalizadores sociales ni como factores de catarsis; su ventajismo, proporcional a su despersonalización, se los impide. Por su pastueña parte, el bien calificado como “post toro de lidia mexicano” por el cronista poblano Alcalino, más que emocionar y apasionar apenas arranca eventuales oles de los villamilenials, como bautizara el cronista capitalino Eduardo Maya a los inadvertidos y contados asistentes jóvenes a las plazas de toros.
Ante la falta de toreros taquilleros y competitivos, el gusto por el rejoneo se incrementó al grado de atraer a muchos jóvenes a las plazas. Esto, que en principio pareció muy bueno para la fiesta y mejor para los empresarios, se tradujo en un notorio debilitamiento del toreo de a pie, único que puede dar sentido al arte de la lidia. Si hace años el extraordinario caballo Cagancho, triunfó por encima de los alternantes de luces, la suerte estaba echada en favor de la belleza y desempeño ventajoso de los equinos, de su doma y de las habilidades del jinete, no de la tauromaquia esencial y menos del encuentro sacrificial entre toro y torero de a pie.
Me topo con las opiniones que un cronista español escribió en un periódico de España: “…Joselito Adame, a quien le correspondieron dos toros para triunfar sonoramente en una plaza como la de Bilbao, él, muy discretamente, las desaprovechó por completo, al poner únicamente sobre el tapete la muy escasa apuesta de su sobrado oficio, envuelto de reposo y de maestría… lejos de los pitones. Su primero ya dejó ver claramente la calidad de su ralentizada y humillada embestida con el capote, pero Adame fue tapando esas virtudes, ocultándola a los ojos del público, en una faena conservadora y ventajista, “escondido” constantemente en la pala del pitón de un toro al que sólo hizo pasar en medios pases despegados sin apurar esa latente y enclasada bravura”.
En México habría que buscar con lupa un cronista que se expresara en similares términos sobre las especuladoras actuaciones de la legión de figurines españoles que le toman el pelo a la afición mexicana. ¿El cronista de la nota anterior se habrá enterado de la lejanía, ventajas, escondrijos y lo despegado con que Enrique Ponce ha toreado toritos a su gusto las pasadas tres décadas en tierras “aztecas”, llaman a México? Los autorregulados taurinos no tienen prisa, el público tampoco y las autoridades atienden cosas más trascendentes. Bueno.