Entramos lenta y arduamente en la convalecencia. Tras más de un año de olas del contagio, variantes, y vacunas, miramos un mundo conocido que, de alguna forma, nos parece nuevo. Como en las pinturas de Giorgio De Chirico, esas calles de sombras largas, las plazas vacías aun con sus obeliscos lejanos, la vida de estos meses será de lo cercano y distante a la vez. La perspectiva “melancólica y metafísica” de esos cuadros de De Chirico provienen de su intrincada recuperación de una enfermedad intestinal en 1910. Sentado en una banca de la Plaza Santa Croce de Florencia, frente a una estatua de Dante que se le aparece como con una sábana de enfermo abrazada al cuerpo, el pintor tiene la impresión de “estar viendo las cosas por primera vez”. Salir del encierro nos hace ver lo inmediato como remoto, un mareo de las proporciones habituales, un cierto desnivel de nuestros propios pies sobre el suelo. Lo que constituyó la “epifanía modernista” es la convalecencia como estado de ánimo, desde las metáforas del retiro a las alturas de Nietzsche hasta La Montaña Mágica de Thomas Mann. Es como si lo moderno emergiera de haber estado encerrado, en busca de una cura, justo en el momento de empezar a sentirse en recuperación. Esa pequeña alteración de los sentidos a la que llamamos convalecer está presente en la pantalla que siento extrañamente cercana: es Jessie Ware cantando “Remember where you are”, ella caminando por una ciudad nocturna, vacía, los ojos apenas llorosos. El letrero del inicio del clip testimonia la duración del aislamiento, las dudas sobre el riesgo de los demás, las angustias por no poder saludarnos y, más duro, despedirnos: “Londres, 14 de febrero de 2021”.
En el imaginario cultural, rara vez el caminante solitario es una mujer. Se asume que las transeúntes nocturnas son prostitutas. Una peatona sin compañía sólo es posible en el sitio y asedio de una epidemia. Del primer momento en que los caminantes de noche se hicieron presentes en las ensombrecidas ciudades con alumbrado público, el deambular ha sido visto como sospechoso y hasta como delito. Sólo los criminales, los mendigos, los sin casa y las prostitutas tendrían que ampararse en la soledad del paseo. El llamado “hombre de la multitud” es el que se ve en un momento debajo de la luz y se pierde al doblar la esquina ya oscura. Carece de identidad, es anónimo y es riesgoso. Su actividad desolada fue prohibida en Europa y en sus colonias desde el siglo XVII, cuando se hicieron estatutos para vigilar cuál era el motivo de que un caminante paseara de noche: insomne, exiliado, fugitivo, desesperanzado. Había otra categoría insensata, la del sonámbulo, de quien se decía que, en un estado entre el sueño y la vigilia, combatía a las brujas, los demonios, los fantasmas. En Florencia se les conocía como los benandanti y fueron acusados de ser criados de Satán. Se les persiguió justo al lado de la banca donde, muchos siglos después, De Chirico se sentó a imaginar una niña corriendo tras un aro.
Cuando Virgina Woolf convalecía de la influenza, describió así ese estado de alerta pasiva: “El cuerpo está receptivo a la ternura pero sin poder contenerla”. Ese pasmo lánguido que alberga la cabeza cuando empieza a bajar la fiebre nos convierte en recién llegados a nuestro propio cuerpo. Es como si regresáramos después de un largo viaje a la casa cerrada, que nos dispara su aliento de humedad y encierro. Baudelaire dice que “la convalecencia es un regreso a la infancia, cuando las cosas más triviales adquieren un interés muy intenso”. Pero, sin duda, ese interés es sólo contemplativo. Sensibles al mundo conocido pero anestesiados por su extraña familiaridad, el mundo del inicio del fin de la pandemia es el mismo del año pasado pero manchado irremisiblemente por la pérdida.
Los edificios, las calles, los árboles de las ciudades desiertas nos devuelven la mirada a unos peatones pálidos que ya sólo tenemos los ojos expuestos al aire, enmarcados por el cubrebocas. No sabemos ya de expresiones de la boca; nos quedamos sin gestos en la calle. Escuchamos al otro desde atrás de una tela que hace las veces de identidad por su forma, sus adornos. Lo inquietante para Freud era cuando lo familiar nos resultaba aterrorizante: como una estatua que, de pronto, mueve una mano o un hogar que descubrimos que está habitado por un fantasma. Lo familiar-extraño es quizá el reverso de nuestra actual cercanía-lejanía, sólo posible con las videollamadas. Esa peculiar forma de vernos y conocernos sólo en el contacto no-físico nos ha convertido en espectrales. Como en la larga y sinuosa calle de De Chirico, nos hablamos en una proximidad ilusoria, acaso mucho más parecida de lo que estaríamos dispuestos a reconocer al auge de los médiums que contactaban espíritus en la pospandemia de 1918. Tras la influenza y la Gran Guerra llegó a la cultura el muerto viviente, el zombie, el sonámbulo, el hipnotizado. Fue la manera de sostener las pérdidas, el duelo interrumpido, la imposibilidad de despedirse. Ahora, en 2021, no sé cuál será. Quizá ya la estamos sosteniendo en las pantallas de los celulares y las computadoras. El mundo espectral es lo sabido y quizá lo aterrorizante sea ya volvernos a encontrar en un mismo espacio físico. Quizá ya somos los fantasmas más familiares que han existido.