“Fracasa Joe Biden en eliminar el Quédate en México. La Suprema Corte le ordena restaurarlo”. Esta fue la nota central de nuestro periódico este miércoles. El fallo afectó a miles de solicitantes de asilo que deberán esperar aquí hasta su audiencia. “Organizaciones no gubernamentales instan al gobierno federal a no participar en ese programa inhumano. Revitaliza la herencia de Donald Trump, real pesadilla para los migrantes. Seguridad interior de Estados Unidos conecta a Relaciones Exteriores para abordar el tema” (Carolina Gómez Mena y Arturo Sánchez Jiménez).
Derrotado, derrotado, pero Donald Trump, sigue ganando batallas después de su muerte política, dice “la Rayuela” también miércoles, y remata Magú con su caricatura. Mientras sostenía un cartelito: “peligroso capo deportado a México”. “¡Ahora los demandaré por no evitar el flujo de narcocriminales a México!”
Terrible destierro que lleva a escribir nuevamente por la hospitalidad, la hostilidad, el otro y el extranjero. Jacques Derrida, experto en el tema, no responde, despliega el cuestionamiento, insiste en él, se pregunta y nos pregunta acerca de la hospitalidad, “acerca de la acogida, de aquel, aquella o aquello que acogemos o que nos acogemos en nosotros, en nuestra casa, en nuestro lugar propio”.
Dufourmantelle, conocedora del pensamiento derridiano, expresa: “La hospitalidad se ofrece o no se ofrece, al extranjero, a lo ajeno, a lo otro. Y lo otro en la medida misma en que lo otro nos cuestiona, nos pregunta. Nos cuestiona en nuestros supuestos saberes, en nuestras certezas y legalidades, pregunta por ellas y así introduce la posibilidad de cierta separación en nosotros mismos, de nosotros para con nosotros. Introduce cierta cantidad de muerte, de ausencia, de inquietud ahí donde tal vez nunca nos habíamos preguntado, o donde hemos dejado ya de preguntarnos; ahí, donde tenemos la respuesta pronta, entera, satisfecha; ahí donde afirmamos nuestra seguridad, nuestro amparo”.
Acoger pues al extranjero (“marginales mexicanos”) nos pregunta y confronta sobre nuestro desamparo original, aquello extranjero que a todos habita y contra lo cual nos defendemos con la ilusoria fantasía narcisista de completud, de invulnerabilidad.
Negar la pregunta por el otro, plantea e implica reforzar la negación, acudir a la omnipotencia, reforzar el narcicismo y desemboca, en la hostilidad hacia aquel o aquello que amenaza nuestra ilusoria completud.
El anfitrión se hace vulnerable cuando acepta la pregunta; por tanto, resulta preferible elegir muros que aíslen al otro o legislar de manera arbitraria o perseguir o matar a aquel que amenaza con su otredad los frágiles límites que una vez traspasados confrontan con la propia otredad que no sólo nos habita, sino nos constituye.
Trump acaba de dictar una lección magistral sobre el problema de hospitalidad, avalada por la Suprema Corte de Justicia estadunidense. Tan es así que se nos aparece Edipo, radiante, el extranjero desde siempre y para siempre, muerto fuera de la ley, más allá de la ley, sin tierra, ni tumba... sólo la poesía es capaz de decir y no aquello que, entre la ley y la transgresión puede hacer de la transgresión una ley: ¡Cómo entender si no, la trágica figura de Antígona, aquella que es íntegra, fiel a sí misma, allí donde transgrede!
Para Derrida y Octavio Paz (El laberinto de la soledad) es la poesía, amparo abierto aquella que puede ayudarnos en la defensa contra la antipoesía tecnológica que amenaza invadir la intimidad, pervertirla, hacerla pública, introduciéndose entre los más íntimo de esa intimidad. Un acto de hospitalidad no puede ser sino poético.