Salvo los dos primeros capítulos, La conquista de México, de Hugh Thomas sigue el esquema narrativo y la argumentación escrita hace 500 años por Hernán Cortés. Al hacerlo, repite el cuento: la existencia del poderoso imperio mexica; la sumisión de su omnipotente y muy supersticioso monarca, creyente en augurios, presagios y regresos de dioses o sus enviados; el hecho de que dicha sumisión y la posterior derrota de México-Tenochtitlan daba a la corona de España el dominio legítimo de la América septentrional implicando, por tanto, “la conquista de México” a la que siguen 300 años de dominación española; la noción del triunfo de los civilizados europeos, poseedores de incontrastable tecnología bélica y del pensamiento moderno que la acompañaba, sobre los antropófagos indígenas (ya hablamos en el artículo anterior de su velado –a veces ni eso– racismo) etcétera. Todas esas nociones han sido puestas en tela de juicio, incluso refutadas, en varios casos antes de que Thomas publicara su libro y sin duda mucho antes de que Enrique Krauze lo volviera a poner en circulación.
Además de este modelo interpretativo, hay que señalar los numerosos absurdos en que incurre. Podría poner 100 ejemplos, pero me limitaré a dos: a Thomas parece escapársele el propósito religioso del uso de plantas sicotrópicas, como el peyote, cuyas “hojas” (sic) eran “un manjar delicioso” (sic) para los chichimecas. Más adelante, al describir los últimos días del sitio de Tenochtitlan, asegura que la ingestión de drogas daba a los mexicas el valor para resistir, pues les provocaba “sensaciones que llevaban el coraje hasta la insensatez” (les dejo el sarcasmo de Jaime Montell, páginas 37, 38 y 830).
Entremos al tema de la antropofagia de la que, al decir de Thomas, también participaban los españoles: al jurar el capitán Salvatierra, veedor de Pánfilo de Narváez, que asaría y se comería las orejas de Hernán Cortés, nuestro lord inglés cree que el capitán hablaba de manera literal, porque, dice que la costumbre de comerse las orejas estaba entre “las menos agradables” de México y de España (véase la ácida crítica en Montell, p. 542).
No sólo ahí: en su “prólogo”, Enrique Krauze, recuerda que Thomas cuenta que tras la sangrienta represión de la rebeldía de Tepeaca (confusión de Krauze y Thomas, pues Tepeaca nunca se había aliado a los españoles previamente), los tlaxcaltecas se dieron un festín de carne humana del que habría participado al menos un español. La antropofagia aparece una y otra vez en Thomas, lo que lleva a preguntarnos: si la antropofagia no era meramente ritual, ¿por qué pintan los cronistas españoles a los tlatelolcas pereciendo de inanición? Le recordaría al ingeniero Krauze, que extraña el debate en esta coyuntura pero nunca lo propicia, el espléndido libro coordinado por Guilhem Olivier y Leonardo López Luján, El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana (INAH, 2010) en el que se sintetizan los avances y descubrimientos sobre sacrificios y antropofagia, avances que superan en mucho lo que todavía sostienen Krauze y Thomas. Pero aquí no hay crítica de fuentes: si Díaz del Castillo escribe que se los zamparon guisados en ají, para Thomas y Krauze en ají se los zamparon.
Ya que llegamos al prólogo de Krauze, hay que decir que no es vano que el galardonado con las órdenes de caballería medievales inicie su texto presentando su cercanía cercanísima con el lord a quien llena de elogios: es su muy añeja costumbre: desde sus primeros libros, le urge mostrar que “pertenece”. No es vano tampoco que compare a Hugh Thomas con William Prescot y que no muy sutilmente parezca querer compararse a él mismo con Lucas Alamán (aunque luego recula un poco). Sí, Lucas Alamán, el elitista político conservador que detestaba la intervención del pueblo en la vida pública y odiaba a los políticos cercanos al pueblo, mientras promovía a rajatabla el liberalismo económico. Sí, Alamán, el que inventó que Cortés es el padre de la nación mexicana.
Puede ser que Hugh Thomas no pudiera o no quisiera leer a Guy Rozat, Serge Gruzinski, Mario Fuente Cid, Martín Ríos, Federico Navarrete, Matthew Restall, José Borja Pérez, Clementina Battcock, Luis Barjau o Francisco García Fitz, pero sí debía haberlos leído quien ocupa el sillón número 4 de la “Academia Mexicana de la Historia, Correspondiente de la Real de Madrid”, para no afirmar, como lo hace, que “los castellanos ganaron, en primer lugar, porque su bagaje de tecnología militar era infinitamente superior”; o volver a hacer suyo (de la mano de lord Thomas) que Moctezuma creía que los españoles tenían un carácter “divino” y que esa es “la clave maestra” para explicar que un “pequeño ejército de cientos de soldados castellanos doblegar[an] a millones de mexicas y a su poderosa teocracia militar”.
Me equivoqué en el título: no es historia para neoliberales: son cuentas de vidrio.
Pd. El libro de Jaime Montell se descarga gratis aquí: https://inehrm.gob.mx/recursos/Libros/Mexico_Tenochtitlan.pdf
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