¿Cuánto tiempo es necesario para que una cultura cambie o se imponga otra por la fuerza? En el primer caso, siglos; en el segundo, nunca. La velocidad con que el Talibán recuperó su primacía en Afganistán es una muestra de la imposibilidad de suplantar una cultura. Durante décadas dos de las más poderosas naciones del orbe, con todo su poderío militar por delante, han intentado imponer costumbres ajenas a su población. Por lo sucedido en Afganistán en los últimos días, se puede concluir que ese propósito es harto difícil, si no es que imposible. Queda de manifiesto, una vez más, que las intenciones de quienes, por la fuerza de las armas, los decretos o la compra de voluntades intentan hacerlo resulta, además de inútil, muy costoso en términos económicos y, lo que es más relevante, de vidas. Desde ningún punto de vista se pueden justificar las atrocidades que el Talibán ha cometido, principalmente contra las mujeres. Pero tampoco se puede ignorar que, en una población de 39 millones, en 2019 sólo 1.8 millones votaron por un gobierno democráticamente electo. Seguramente la elección tuvo mil y una irregularidades, pero el dato no deja de ser relevante para explicar por qué el Talibán se apoderó del país en tan sólo una semana, después de años escondido en las montañas.
La historia vuelve a repetirse como tragedia: primero fue Vietnam, después Irak y ahora Afganistán. Las condiciones y antecedentes no son iguales, pero las intenciones y los desenlaces son similares. En Vietnam la intervención fue para detener el avance comunista, a pesar de que más de la mitad del pueblo vietnamita había apostado y continúa haciéndolo por un desarrollo diferente al que trató de imponer Washington. Francia y España lo habían intentado previamente.
Irak fue invadido, mediante la patraña de buscar armas de destrucción masiva, sin una estrategia que pudiera prever lo que sucedería a la remoción de su presidente, ni de la lucha fratricida que sobrevendría a falta de un acuerdo nacional, determinado por una rivalidad étnica y religiosa. Y ahora Afganistán, nación en la que durante décadas se intentó imponer un gobierno apoyado desde el exterior mediante las armas, el dinero y la corrupción. El fracaso era previsible, como lo narra en un ilustrativo ensayo el historiador Carter Malkasian. Una historia similar sucedió en diversas naciones de Asia, África y América Latina, en las que se han tratado de imponer condiciones ajenas a su cultura e idiosincrasia al margen de la voluntad de sus pueblos, no precisamente por motivos altruistas, más bien por intereses económicos.
En un acto de travestismo político, hay quienes culpan al mandatario Joe Biden de cometer un crimen de lesa humanidad por retirar las tropas estadunidenses de Afganistán. Paradójicamente, son los mismos que en el pasado han acusado al gobierno de Washington de invadir otras naciones so pretexto de imponer la democracia. Lo cierto es que la decisión de abandonar Afganistán, obedeció no sólo a la soberbia de creer que sería una operación rápida e incruenta, sino a la creciente animadversión de la población estadunidense a costear una guerra que no se le veía fin y, por supuesto, a las súplicas y protestas de familias de los soldados que perdieron la vida. En todo caso, lo criticable es la precipitación, mala planeación y falta de previsión sobre el desenlace.
Durante años, miles de afganos han estado dispuestos a sacrificar su vida contra los “infieles” (ingleses, rusos y estadounidenses) que tratan de imponer una cultura y religión diferente a la que millones han profesado durante siglos. Según el escritor y periodista Fareed Zakaria: “Fue evidente que el gobierno afgano no tuvo una narrativa que igualara la decisión de esos rebeldes para inspirar a sus tropas” (Zakaria, CNN).
Conclusión: tres diferentes fracasos por diversas razones, pero todos igual de caóticos y previstos. La rúbrica queda a cargo de Zakaria: “La verdad desnuda es que no hay una manera elegante de perder una guerra”.