El desparpajo con el que tratan a los organismos electorales los dirigentes de Morena es ominoso; la agresividad del mensaje es, debería serlo, inadmisible. Eso de hacer una nueva reforma electoral “tajante” y austera, para juntar las “tesis” del Presidente y de los senadores morenistas encabezados por su dirigente, parece no tener mayor alcance, para no hablar de contenido, que la “jibarización” de los órganos electorales, así como el remplazo de los consejeros.
Unas operaciones que no tienen argumento racional alguno, menos consideraciones políticas congruentes con el discurso democrático que supuestamente subyace a la construcción de nuestra siempre acosada democracia.
Sabemos de una suerte de tradición, o de obcecación, según se le mire, que señala que después de cada elección problemática viene el placebo: unos cambios electorales que satisfacen la decepción de los vencidos en las urnas. Así ocurrió después de 1988 y de 2006, pero no en 2012 cuando transmutó IFE en INE en respuesta al reclamo de Acción Nacional a los abusos de los gobernadores y el mal uso del andamiaje. Así emergió un nuevo complejo; se le asignaron mayores tareas con todo y sus implicaciones financieras y de instrumentación al nuevo INE. Llegó 2018 y el complejo entramado institucional democrático funcionó, confirmándose como un órgano propio del sistema político mexicano.
Para muchos, las diversas alternancias que ha conocido el país, son argumento casi definitivo de que la transición a la democracia iniciada con las tímidas reformas del presidente López Portillo y su secretario de Gobernación habría llegado a su meta. Así, la construcción de la democracia cedería su lugar protagónico a su normalización, signifique esto lo que signifique.
Ahora, las bravatas presidenciales anuncian tormentas políticas y pueden, en efecto, derivar en momentos de auténtica desestabilización política. Una circunstancia que podría redundar en inestabilidad financiera y desde ahí a nuevos parones de la producción y del empleo, sin que la recuperación iniciada este año hubiese dado mayores resultados.
Cuando se observan los datos, en particular los que acaban de ser conocidos de la Encuesta sobre Ocupación y Empleo del Inegi, resalta la artificialidad del reformismo electoral de Morena. De acuerdo con la encuesta: “Ocho de cada 10 trabajos creados entre abril y junio pagaron en su mayoría menos de dos salarios mínimos, sin prestaciones y sin acceso a servicios de salud” (Rubén Migueles, El Universal, y “Empleo regresa a nivel previo a la crisis; impera precariedad” Clara Zepeda, La Jornada, 20/6/21).
De esto nada o poco han dicho el Presidente y su socio en el Senado; la recuperación del empleo es lenta y precaria, bajas las remuneraciones y predomina la informalidad. Urge cambiar la orientación y el contenido de las políticas económicas y de la propia estrategia social con la que el gobierno dice querer combatir la pobreza masiva, una que aumenta al paso de los días. Esta malhadada circunstancia debería concitar una convocatoria firme a revisar nuestras pautas de conducción económica y financiera para, como sostiene el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo, “asumir un compromiso histórico con el futuro”. (http://www.nuevocursodedesarrollo.unam.mx/docs/GNCD_2021.08_Renovar_%20Politicas.pdf). Asegurar que la recuperación dure y abrir paso a un nuevo curso de desarrollo para México, empezando con lo más dañado de nuestros tejidos fundamentales, la reconstrucción de la salud pública, así como a la atención inmediata de la emergencia social y la precariedad e insuficiencia del empleo. Hacer de lo social nuestra plataforma de política económica en pos del desarrollo, esto sí sería una reforma sustancial de la política democrática. Los órganos colegiados podrían pretender de nuevo ser representativos y el Ejecutivo presumir su talante transformador. Acabar con el INE y el Tribunal no serían ni placebos ridículos ante una situación social cercana al colapso.