Me he tropezado con un libro que intenta explicar el progreso y atraso de los países: ¿Por qué fracasan los países? (Deusto, 2012). Según Acemoglu y Robinson, las instituciones políticas establecen el marco para el progreso, o para el atraso.
¿Cuántos países han prosperado? No son muchos. Todas las potencias industriales, con economías inclusivas, son democracias, lo que lleva a crear un sistema económico inclusivo en el que la mayoría de la población tiene acceso al bienestar. Los estados autoritarios sólo logran el progreso en periodos cortos y después degeneran.
Según los autores, lograr el progreso requiere de un Estado centralizado y fiscalmente poderoso, que provoque una nivelación entre los distintos sectores y clases de la población.
¿México es un Estado fallido? Lo fue mientras su estructura autoritaria ahogó sus fuerzas productivas y retuvo la riqueza acumulada en forma escandalosa en un sector minoritario. Esta desigualdad se manifestó también en lo político y distorsionó las instituciones.
México, desde su independencia, arrastró el peso de las instituciones autoritarias de la Colonia. Simultáneamente, heredó la corrupción que, por desgracia, acompañó al absolutismo español en sus dos versiones, la metropolitana e interna.
Este libro equipara dos ciudades situadas en un mismo valle, con la misma raza, tradiciones y estilos de vida: Nogales (Arizona) y Nogales (Sonora). Compara el nivel de vida superior en Arizona y la serie de graves problemas que atraviesa Nogales, México. El cotejo es irritante, pero verdadero. Los autores atribuyen la diferencia entre estas dos comunidades al contraste entre ambos países, Estados Unidos con instituciones relativamente democráticas y México con una carga autoritaria que viene desde la Colonia.
México no es un Estado fallido actualmente tiene enormes oportunidades por su pluralidad, poderosa cultura popular y gran disciplina, pero tendrá que cumplir su destino dando el primer paso a la modernidad gracias a la democracia.
La democracia está en ciernes, apenas hemos tenido los primeros vestigios en las elecciones de 2015, 2018 y, de manera muy significativa, en 2021. La prueba fue la forma como la gente votó, al reducir la base electoral del gobierno y aumentar la de la oposición. Por desgracia, ésta no se ha consolidado y tenemos todavía enfrente la prueba de fuego de las elecciones presidenciales de 2024.