Nunca antes –ni siquiera en los tiempos de la más reciente dictadura (1964-1985)– hubo tantos militares ocupando puestos en el gobierno de Brasil.
Entre los que continúan activos y los retirados son casi 7 mil distribuidos por diferentes niveles, de ministros a consejeros (generosamente remunerados) estatales. Además, hay policías militares con cargos en la Secretaría de Cultura y de las instituciones de protección a los indígenas, sin que presenten siquiera vestigios de capacitación para estar donde están.
Y todo eso tiene una explicación: desde siempre, el ultraderechista presidente Jair Bolsonaro hizo alarde de su pasado en el ejército.
A propósito, conviene recordar que una de las características más nítidas de Bolsonaro es que miente y tergiversa la realidad como quien respira: además de mostrar total naturalidad, deja claro que sin eso no sobreviviría. Otra es precisamente su obsesión en reiterar su origen militar.
Se olvida, desde luego, que la suma de los años que pasó en los cuarteles no llegan a la mitad de su trayectoria como político profesional.
Tampoco parece recordar cómo se dio su pase al retiro: teniente castigado varias veces por indisciplina, hasta con prisión, optó por dejar las hileras activas para evitar una expulsión sumaria. Y sólo por eso fue ascendido a capitán: en Brasil, siempre que un militar se retira sube un rango.
Fue electo con respaldo de las fuerzas armadas, no por sus méritos, sino para impedir la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva. Y tan pronto asumió la presidencia, en enero de 2019, diseminó uniformados –tanto activos como retirados– por todo su gobierno. La mayor parte de ellos con una característica: tuvieron su formación en los cuarteles, ejemplo del ultraderechista Bolsonaro durante la dictadura.
Se suponía que tendrían la función de imponer límites a la demencial figura harto conocida por sus exabruptos y posiciones que desde sus tiempos de diputado oscilaban entre patéticas y amenazadoras.
Pero poco a poco, en un periodo bastante corto, Jair Bolsonaro se deshizo de los uniformados que demostraban equilibrio y defendían que las fuerzas activas son parte del Estado y no de un gobierno. Fustigó a su entonces ministro de Defensa por negarse a forzar el comandante del ejército a declarar pleno respaldo público al presidente que defendía el cierre del Congreso, y de paso se fue en contra de los jefes de las tres armas.
Los sobrevivientes, sobre todo aquellos que cuentan con despachos en el palacio presidencial, reiteran a toda hora no sólo lealtad absoluta al mandatario brasileño, como abierta comunión con su ideario golpista y su aversión radical a la verdad.
Hace pocos días, dos de ellos, ambos generales retirados que ocupan cargos de alto rango, se manifestaron frente a una comisión de la Cámara de Diputados: Luiz Eduardo Ramos, ministro de la Secretaría General de Gobierno, y Walter Braga Netto, ministro de Defensa.
Al referirse a los 21 largos años de tiniebla de la dictadura, el general Ramos dijo que hablar o no de “dictadura” se resume a una “cuestión semántica”. Para él, fue un periodo en que Brasil vivió bajo “un régimen militar de excepción”.
Se olvida que no se trata, en absoluto, de una “cuestión semántica”, sino de un asunto de decencia. De la llamada verdad histórica.
A juicio del general retirado Braga Netto –que varias veces ha amenazado al Congreso– lo que hubo fue un “régimen fuerte”.
Agregó que si fuese una dictadura “muchos de los que están aquí no estarían”, olvidándose de los centenares de muertos y desaparecidos que no están más gracias al “régimen fuerte”.
Desde sus tiempos de diputado, Jair Bolsonaro hizo reiterados elogios a la dictadura y a uno de los torturadores más sanguinarios y notorios, el capitán Brilhante Ustra. Los militares que trabajan en su gobierno siempre fueron pródigos en elogios a aquel periodo de oscuridad.
Desde la vuelta de la democracia, ningún gobierno celebró tanto el golpe de 1964, y este año ese movimiento se fortalece cada vez más.
A cada día se hace más evidente la determinación de Jair Bolsonaro para intentar un golpe. Sus ataques feroces al Poder Judicial culminaron el pasado viernes con el envío al Senado de un pedido de deposición de Alexandre de Moraes, integrante del Supremo Tribunal Federal.
No hay, al menos por ahora, indicios palpables de que su saña golpista cuente con respaldo de los militares activos. Entre los retirados, en todo caso, ese respaldo sí es evidente.
El acelerado deterioro de la popularidad de Bolsonaro ahora se extiende al empresariado que empieza a abandonar el barco que se hunde. Es como si nadie supiera qué hacer con él.
Ese cuadro no hace más que reforzar sus ataques de furia sin control ni límites. Y, así, se fortalece la creciente preocupación por el futuro inmediato de un país cada día más destrozado.