Alarmada, inquieta, Clarisa Landázuri recortó de La Jornada una fotografía de José Antonio López titulada: “La biblioteca de los libros rechazados”, con el siguiente pie: “Una montaña de libros fue puesta en venta por dos comerciantes callejeros en la explanada del centro de espectáculos Arena Ciudad de México, en Azcapotzalco”. Dudó de si sería necesario, para ilustrar las reflexiones al respecto que firmaría en La Voz Brava, pedir autorización al periódico del que recortó la montaña de libros rechazados. A pesar de lo ilustrativa que es, decidió no reproducirla en su columna, sino contar únicamente con su propia descripción para provocar en el posible lector la reacción de horror, de preocupación, que le ocasionó verla a ella misma.
La escena que muestra la fotografía es caótica. En el centro de la “montaña de libros” aparece quien, supongo, es uno de los comerciantes callejeros que han puesto a la venta los libros. Entre ellos, en dos orillas, hay dos hombres que parecen estar revisando los libros. Y si resulta inquietante la cabeza de la foto, más lo es el desorden absoluto en el que los libros están apilados, más bien dicho, amontonados, pues hace casi irrealizable, insoportable, me parece, encontrar algo que al posible comprador le interesara, como no sea el libro encima de cada montón, montones que, por otra parte, se entrecruzan unos con otros, y por tanto, arrugan, doblan, echan a perder todavía más de lo que, según puede suponerse, ya lo están, más allá del adjetivo que los califica precisamente como rechazados. ¡Qué paciencia se necesitaría tener, qué tiempo libre, que interés!
Clarisa no baja de Brava tanto a la Ciudad de México ni la conoce lo suficientemente bien como para darse una idea de dónde queda el barrio (¿es un barrio?) de Azcapotzalco, pero imagina que la colonia (¿es una colonia? ¿es una alcaldía?) se tratará de una zona como olvidada, bueno, como rechazada a su vez. Si no, ¿cómo explicarse que de buenas a primeras unos comerciantes callejeros expongan semejante desconcierto, como el de “la biblioteca de los libros rechazados”, semejante desorganización, desbarajuste y confusión?
Para informarse, consultó la enciclopedia y se enteró de que el origen de la palabra Azcapotzalco viene del náhuatl y significa hormiga, montículo, que definen cual “montes de hormigas”. Asimismo, averiguó que la zona tiene riqueza arqueológica. Comoquiera que sea, a Clarisa, aun cuando no la conoce, le basta con saber que pertenece a la Ciudad de México para que no mereciera albergar un horror como los montes de hormigas de los libros rechazados.
Sin embargo, su impresión consta de algo más profundo que el aspecto con el que los dos comerciantes callejeros tratan los libros. Clarisa asoció esas circunstancias con las que conoce de muchas bibliotecas de Estados Unidos y de Europa. Lo que hacen ahora, en la era electrónica o digital o se llame como se llame, es que conservan los que consideran libros muy valiosos, por la época en que se publicaron, o por algún determinante equis, y, todos los demás, los digitalizan y destruyen. La primera vez que oyó, de labios de un bibliotecario, que, hoy día, tal decisión es una práctica común, sollozó y se llevó la mano al corazón. No lo podía creer. No lo quería aceptar. Sencillamente, una vez en casa, vio su propia biblioteca y se descorazonó. Se desalentó. Se desanimó a un grado inaguantable. El libro impreso significaba tanto para ella. Acariciaba los de sus libreros. Cada uno despertaba en ella tantos recuerdos. No sólo por la lectura, sino asimismo por las circunstancias en las que los había adquirido, por las circunstancias que ella atravesaba cuando los leyó. Imaginar que, si los vendiera o los donara a alguna biblioteca, o si por cualquier otra razón tuviera que desprenderse de ellos, serían digitalizados y se destruirían, pues salvo por uno que otro se trata de ediciones sin mayor valor, fue una experiencia desoladora.