Hace cuatro meses, Joe Biden confirmó ante los mandatarios europeos lo que éstos esperaban escuchar con su llegada a la Casa Blanca: “Estados Unidos está de regreso”. La mayoría entendió que la era de Donald Trump llegaba a su fin y que Washington volvía a ocupar su papel de guardar los antiguos equilibrios militares entre las grandes potencias. Sin embargo, todo indica que la aparatosa derrota de sus tropas en Kabul habrá de cambiar sustancialmente esta opinión.
Una vez más, al igual que en Vietnam, los ejércitos de Washington tuvieron que abandonar a sus aliados de la manera más inclemente. Las escenas de los aeropuertos de Kabul y otras ciudades abarrotados de gente desesperada por huir frente al avance de los talibanes, hablan de una potencia incapaz de garantizar la mínima seguridad al cuerpo de su propio stablishment, un inevitable halo de decadencia.
En rigor, la pregunta es: ¿por qué tardaron tanto los estadunidenses en retirarse, si en abril habían pactado ya con los talibanes el fin de la intervención? Sólo Biden lo sabe. Todos los observadores coinciden en la misma opinión: tan sólo la negociación (confidencial) de la retirada, dio todas las alas al talibanismo para iniciar la ofensiva final.
El hecho es que todos los intereses, esfuerzos y capitales europeos y estadunidenses invertidos en una guerra que se prolongó 19 años quedaron, por lo pronto, nulificados, reducidos a la nada. Estados Unidos se va como llegó: con la soledad y el escarnio de su presencia. Y cuando una potencia decide retirarse, las otras se aprestan de inmediato a ocupar su lugar.
No es ningún secreto que, por lo pronto, China y Rusia representan las potencias que podrían capitalizar la caída de Kabul en manos de los talibanes. Pakistán se le suma, el origen y la sede desde la década de los 50 de esta versión ultra radical del islam político. Durante la última década, ambas potencias alimentaron con armas, financiamiento, entrenamiento y recursos una guerra que fue aislando a las tropas estadunidenses y sus aliados afganos, hasta desmoronar por completo su capacidad militar y de gobierno. La pregunta es si Moscú y Pekín podrán lidiar con el sector más fundamentalista del mundo islámico, cuyas aspiraciones van mucho más allá de Afganistán.
Con el apoyo de Estados Unidos, los talibanes conquistaron el poder por primera vez en 1996. Les tomó una década combatir a un gobierno apoyado por la Unión Soviética y después a la intervención soviética directa. En tan sólo cinco años se voltearon contra Estados Unidos, que trató de impedir infructuosamente sus esfuerzos por expandirse en el mundo islámico. ¿Por qué habrían de lograr Rusia y China algo que ni la antigua Unión Soviética ni la coalición entre Estados Unidos y la Unión Europea supieron cómo consumar? Existe una sola probabilidad, aunque se antoja remota: China no ejerce su influencia internacional tratando de imponer un régimen político específico, ni su propia cultura, ni sus formas de vida. Acaso se trata de una suerte de hegemonía difusa.
Para Pekín la salida de Estados Unidos representa, sin duda, un cúmulo de oportunidades (petróleo en cantidades muy cuantiosas, recursos minerales y, sobre todo, yacimientos de litio, la materia prima para los futuros automóviles eléctricos). Pero contrae también un cúmulo de riesgos. Nada de lo que contiene el arsenal de la expansión china apunta a la existencia de recursos para ejercer control sobre uno de los lados más dilemáticos del talibanismo: el afan de erigir un califato panislámico.
Y ahora cuenta con un Estado entero como base de sustento para emprender su cometido. Cada una de los poderes y las fuerzas políticas que componen el complejo rompecabezas del Cercano y el Medio Oriente habrán de reaccionar frente a este dilema. Pocos de ellos no habrán de oponerse.
La población afgana se liberó del sojuzgamiento de un imperio más: Estados Unidos. Nada confiere más seguridad y confianza en sí misma a una sociedad que emanciparse por su propia mano. Y Afganistán hizo, una vez más, honor a su leyenda: “la tumba de los imperios”. El dilema es cómo va reaccionar esa sociedad frente al previsible orden que van imponer los talibanes: una teocracia compulsiva en extremo autoritaria. Y no sólo frente a las mujeres y los niños. Pronto se prohibirá la lectura de textos no oficiales, el uso del Internet y las libres opciones escolares. No habrá elecciones, ni la mínima versión de libertad de expresión y manifestación. Tampoco derechos sindicales, ni garantías individuales.
No hay que olvidar que Afganistán es un archipiélago de, al menos, 14 naciones. Son las que menciona su himno nacional. Las grandes potencias siempre apostaron a radicalizar sus diferencias para poder ejercer el gobierno sobre ellas. Lo único que, en el siglo XX y lo que va del XXI, unificó a esa diversidad fue el combate contra las inntervenciones extranjeras. Quedá por verse cuáles serán las condiciones que hagan posible su estabilización interna.