En 2001, el Talibán voló las gigantescas estatuas de Buda en Bamiyan, Afganistán, que tenían mil 500 años de antigüedad, para mostrar su desafío al mundo y su desprecio por todas las creencias religiosas, fuera de su propia versión fanática del Islam sunita. Otro motivo era demostrar el poder del Talibán sobre la minoría chiíta de Afganistán, sobre todo los miembros del grupo étnico hazara, de 4 millones de personas, en cuyo territorio se levantaban las estatuas.
La semana pasada, los militantes detonaron otra estatua en Bamiyan, esta vez la de un líder hazara martirizado, a quien asesinaron en 1995, poco antes de que capturaran Kabul por primera vez. Se llamaba Abdul Ali Mazari y murió cuando él y sus principales asistentes fueron invitados a una junta de paz con un líder talibán. A su llegada, Mazari fue capturado, torturado y ejecutado, y su cuerpo arrojado desde un helicóptero.
Más tarde entregaron sus restos mutilados a sus seguidores chiítas hazara, quienes los llevaron a cuestas durante 40 días por montañas cubiertas de nieve en el territorio de su etnia hasta un funeral al que asistieron cientos de miles de personas. Santificado a los ojos de los hazara por su vida y su forma de morir, más tarde fue declarado oficialmente mártir por la Unidad Nacional de Afganistán, por el presidente Ashraf Ghani, quien huyó del país la semana pasada.
La rápida destrucción de la estatua de Mazari en Bamiyan, el miércoles pasado, ofrece una guía ominosa sobre la conducta futura del Talibán una vez que crea que su actual muestra de moderación ya no es necesaria para impresionar al mundo exterior. En mayo de este año, el odio visceral que profesan a los chiítas por considerarlos herejes, tanto el Talibán como la sección local del Isis fue exhibido de manera aterradora cuando 65 estudiantes chiítas hazara fueron asesinadas en un bombazo al salir de la escuela en Kabul.
Los próximos meses dirán, una vez que Afganistán ya no sea nota principal en los medios, hasta dónde los nuevos gobernantes renovarán la persecución de las minorías étnicas y religiosas, fuera de la comunidad pastún a la que pertenece casi todo el Talibán. Sin embargo, aunque los pastunes sean la comunidad más grande, constituyen sólo 42 por ciento de los 38 millones de habitantes de Afganistán. Un rasgo definitorio del panorama político del país es que todas las comunidades son minoritarias y crean diferentes centros de poder, de modo que las relaciones entre ellas decidirán el futuro de la nación.
Un partido militarizado como el Talibán, basado en la comunidad pastún del sur, puede hacerse con el poder mediante la fuerza física por un tiempo, pero es improbable que se sostenga en él de manera permanente o pacífica, a menos que devuelva alguna autoridad a los uzbekos, los tayikos y los hazara, así como a ciudades como Kabul, Herat y Mazar-i-Sharif.
Fue Mazari, el asesinado líder chiíta hazara, quien abogaba por una federación afgana en la que las diferentes regiones poseyeran extensa autonomía. La suerte que corrió y la inmediata destrucción de su estatua, un cuarto de siglo después, indican que el Talibán no está más interesado hoy en esa solución a la permanente guerra civil del país que cuando le dio muerte.
“No creo que el Talibán pueda unir al país”, me dijo una amiga afgana esta semana. “Los afganos sólo se unen para combatir a enemigos obvios, como los rusos o los estadunidenses. La última vez (antes del derrocamiento del Talibán por la invasión apoyada por Estados Unidos en 2001), el Talibán exigió que todos hablaran la lengua pashto”.
Mi amiga afgana se preguntó si los nuevos líderes talibanes tendrían el refinamiento para gobernar un país tan diverso como Afganistán, con su mosaico de culturas, idiomas, identidades comunales e intereses políticos. Recordó que antes de 2001 los líderes del Talibán no sabían leer ni escribir y, en principio, empleaban a alguien para que firmara por ellos en documentos oficiales. “Luego mandaron imprimir sus firmas en un anillo que presionaban sobre un cojinete de tinta y luego en un documento”, añadió.
Por ahora, interesa mucho al Talibán dar la impresión de que ha moderado sus viejos moldes fanáticos y asesinos. Su victoria llegó rápido y es más amplia de lo que esperaba, porque la espectacular retirada estadunidense convenció a los afganos de que la derrota del gobierno era inevitable… y esa creencia se cumplió por sí misma.
Cambiar de bando por el probable ganador ha sido siempre un rasgo de la guerra en Afganistán, como lo fue en la Inglaterra medieval durante la Guerra de las Rosas. De hecho, las obras históricas de Shakespeare relativas a ese periodo ofrecen una buena guía sobre las traiciones y cambiantes alianzas de la política afgana actual.
La dominación del Talibán es más frágil a largo plazo de lo que podría parecer, pero por el momento tiene el impulso de la victoria detrás. Los afganos y los países vecinos querrán ver qué harán con el poder que acaban de encontrar. Algunos miembros del régimen caído ya hablan de resistencia armada, tales como el vicepresidente Amrullah Saleh. Otro es Ahmad Masud, hijo del líder de la Alianza del Norte, Ahmad Shah Masud, asesinado por atacantes suicidas de Al Qaeda en 2001.
Al igual que su padre, Ahmad sostiene que luchará desde la gran fortaleza natural del valle de Panshir, al norte de Kabul, que aún no ha sido tomado por el Talibán. El suelo del valle solía estar tapizado con restos de tanques soviéticos incendiados de las batallas de la década de 1980. Pero este precedente podría ser engañoso, porque el Talibán es más fuerte que nunca y la oposición todavía tiene que congregarse. Aun cuando eso ocurra, requerirá apoyos extranjeros en forma de dinero y armas… y no es probable que ningún Estado extranjero las provea si aún están evaluando la naturaleza del nuevo régimen.
Estados Unidos y sus aliados occidentales afirman que una prueba crucial para ellos será hasta dónde el Talibán evitará alojar grupos terroristas como Al Qaeda, como hizo antes del 11-S. Tendrá mucho interés en no hacerlo, porque quiere el reconocimiento internacional como gobernante legítimo de Afganistán. A diferencia de hace 20 años, no necesita nada de Al Qaeda, ya sea dinero o reclutas fanáticos dispuestos a morir en el campo de batalla.
La cobertura de los medios internacionales se ha enfocado en la amenaza a los intérpretes afganos que estaban con las fuerzas extranjeras y la reducción de las mujeres a un estatus de inferioridad dentro de la sociedad afgana. Sin embargo, el factor decisivo en cuanto a que la guerra civil de 40 años continúe o llegue a su fin radicará en el grado en que el Talibán busque monopolizar el poder o compartirlo con otras comunidades afganas.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya