En un mar de deplorables impresiones cotidianas caemos en una confusión que nos abstrae de formular opiniones y reacciones sensatas. Sobran indicios de que la tierra se está moviendo. No hay lugar a certidumbres; todo son dudas y elucubraciones cuando aquello en lo que debiera confiarse para vivir serenos se escarnece.
El sentimiento de pesadumbre sustituye a la entereza. Sólo es común y expansiva la sensación de ruptura de algo, sin saberse exactamente qué. Paulatinamente, los haces de incertidumbre se concretan al observarse que la justicia, supremo requisito del hombre civilizado, se desmorona…
Hay aprensión cuando en el vértigo de noticias en que vivimos se observa que la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se tambalea por sus propias dubitaciones; nos sorprendemos cuando el presidente del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se mancha, revuelca y rebela. Es mancillado cuando los fiscales de justicia de los estados de Guanajuato y Morelos caen en el cadalso del desprestigio público.
Son signos que mucho dicen y explican poco. La orientación deseada llevaría a contestar la pregunta: ¿cómo interpretar esos mensajes? Algún día escuché decir de un abogado enormemente respetado: “Un país sin tribunales no existe”. En ese momento, septiembre de 1985, los tribunales habían caído víctimas del sismo y se apelaba a su urgente reconstrucción. Para mí fue una de las grandes lecciones de mi vida lega y parece que la frase hoy vale para la justicia, pero por lamentables razones.
Atentos a las pésimas noticias sobre las conductas de algunos de los presidentes o fiscales judiciales, la alarma cunde aunque en el sentir popular aún no se conciba el alcance y efectos de estos comportamientos sobre la vida nacional. ¡Un país que no puede confiar en su justicia! La idea debería asustarnos.
Aunque los escándalos están frescos, la sensación atinada de que algo anda muy mal con la justicia no es nueva. Una justicia que debería ser respetable, accesible, eficaz y por ello causa de seguridad ciudadana, es claro que no ha existido por décadas. De antaño se le percibe como lo que es: inalcanzable, inconfiable, torpe y corrupta.
Por su corrosión, es evidente que la justicia, desde los investigadores del delito, auxiliares, jueces y magistrados, padece un largo, muy largo proceso de pudrición. Es ya parte de su vida el que fallen las investigaciones, las consignaciones, los juicios y las sentencias.
Sufre de causas externas, como las imperfecciones de la propia ley, de consignas y presiones políticas, de incitaciones de abogados corruptores. Sufre por una insuficiencia increíble de recursos humanos, técnicos, materiales y presupuestales.
Los simples números de la carga de trabajo anualizada por cada Ministerio Público o juzgado son ya alarmantes: anuncian que eso no funcionará, y por ello son decepcionantes, matadores de esperanza.
El número de casos y la complejidad de su manejo son agravados, contradictoriamente, por la propia ley, que produce congestiones, violaciones y, a la larga, injusticia. Todo esto construye una cultura de carácter antisocial que hace nulo o insuficiente todo esfuerzo de la comunidad por consolidar la vida social deseada.
Además de los tiempos bíblicos, ¿cuándo y cómo se desarrolló este fenómeno? No sé de nadie que pudiera razonablemente darnos luz al respecto. El problema renquea entre los más alarmantes junto con los relativos a la salud, la educación y el trabajo. Todos van juntos, son inseparables, y su insatisfacción conduce a la miseria humana.
Entonces, ¿qué hacer, cómo interpretar lo que pasa?
Pongo a salvo la rectitud de la mayoría de los participantes del complejo reto de dar a cada quien lo suyo. He visto sufrir a otros y he sufrido yo mismo por todas las torceduras de la justicia. Presidentes y procuradores autócratas o dúctiles como Ernesto Zedillo y Jorge Madrazo (Acteal), tribunales cuestionables, jueces que esperan su parte. Litigantes corruptores que en este nefasto coctel ennegrecen lo que por humanidad debiera ser diáfano.
Debe destacarse la existencia dominante del otro género de actores: aquellos que son sabios y frecuentemente generosos; una respetable mayoría, pues, que padece profesional y moralmente las deficiencias de su medio, aunque condesciende con él entendiendo que es ahí donde debe subsistir. Ellos parecieran estar seguros de que tales escollos acabarán siendo insustanciales cuando el respeto político y apoyo correspondientes sean suficientes.
Ubicar y sostener a México en el nivel de justicia que demanda su comunidad y su ubicación en el mundo civilizado es cosa de todos; pero, por hoy, ¿cómo entender lo que pasa?