La llegada a París del célebre jugador argentino de futbol Lionel Messi para integrar el equipo de futbol PSG (Paris Saint-Germain) fue celebrada tanto en toda la prensa escrita como en los medios audiovisuales, radios y televisión, con la importancia excepcional reservada a los hechos históricos. Si el Papa hubiese caminado sobre la Luna, si el presidente Macron hubiera restablecido la monarquía en Francia y posado ante las cámaras con una corona en la cabeza, con toda probabilidad habría habido menos empujones entre los periodistas para ser testigos del milagro y poder fotografiar el souvenir de esta inmortal página de la Historia. Cierto, Lionel Messi es un gran campeón, de reputación internacional, estrella del famoso equipo de Barcelona, el Barça, siete veces coronado con el tan buscado y envidiado título de “balón de oro”, y sin duda merece los homenajes rendidos a sus calidades de mediocampista ofensivo sin posición fija, considerado por muchos el mejor futbolista del mundo para ocupar este puesto decisivo en la estrategia ofensiva de un equipo deseoso de marcar goles y ganar con ataques en el terreno. Además, Messi es un hombre popular: quienes lo quieren lo llaman cariñosamente Leo, tiene carisma y parece ser apreciado tanto por su amigos como por su familia, como lo muestran numerosas fotografías en compañía de su mujer y sus tres hijos. Todo esto es indiscutible, pero no basta para explicar el fenómeno excepcional del impacto provocado por su llegada a París, y esta explosión de manifestaciones a la gloria de este deportivo reclutado por el PSG. Y convertido en el nuevo ídolo del público francés.
Así, cabe preguntarse cuál es esta nueva religión que fabrica ídolos. Debe reconocerse que en el mundo moderno, en apariencia liberado de antiguas supersticiones religiosas, no pasa un día sin que asistamos al nacimiento de un nuevo ídolo, pues Messi no es desde luego el único elevado al paraíso de las divinidades. Antes de él, rock stars, estrellas del cine, la canción y otros atrajeron gentíos de fanáticos dispuestos a los más grandes sacrificios y locuras para aproximarse a su ídolo, tocarlo, en fin, dejar desbordar su devoción y tratar de apoderarse de la reliquia que sería uno de sus cabellos. Es posible, pues, preguntarse si la necesidad de idolatrar no es una característica de la especie humana, ya que hasta el presente no hay ejemplos del mismo fenómeno entre las especies animales. Es raro ver un perro pidiendo a un congénere un autógrafo, cuando prefiere un trozo de azúcar. Un espíritu tan sutil como el del fabulista Jean de la Fontaine llegaría tal vez a la conclusión de que los perros son más razonables que los hombres, y calculan mejor el beneficio real de sus intereses. Pero las cifras no faltan en el culto de esta religión fabricante de ídolos. Cifras de dinero en primer lugar: el culto del becerro de oro es la base sagrada que une a los creyentes. Así, el número exacto de millones de euros pagados para adquirir el campeón es más importante que el número de veces que ha obtenido el “balón de oro”. El salario exacto que ganará cada mes se precisa y se repite en todos los medios, como el cálculo de los beneficios publicitarios que provendrán de la operación. Lo enorme de las sumas ocupa los grandes titulares de los diarios. Y las cifras, impresas en todas las memorias a fuerza de tanto repetirse, pesan más que cualquier comentario. Es la religión de las cifras, las cuales no se discuten, pues representan la realidad más real, la única realidad que reconocen los bancos. Los campeones se vuelven ídolos y el culto que se les rinde entra de inmediato en el orden del mundo moderno, el cual obedece necesariamente a las leyes del capital. Por suerte para los seguidores, ningún campeón se hace estos cálculos cuando da la patada al balón para esquivar al portero y enviarlo al fondo de la portería, pues, de hacérselos, correría el riesgo de errar su gol, incluso tratándose de un penalti… contra su banquero.