Occidente amaneció este domingo estremecido por la noticia de que las fuerzas del talibán tomaron Kabul, la capital afgana; que el presidente Ashraf Ghani abandonó el país, al igual que el embajador de Estados Unidos, y que los dirigentes del integrismo sunita triunfante, instalados en los salones del palacio presidencial, proclamaron el califato islámico de Afganistán.
Se cierra así un ciclo que empezó hace exactamente 20 años, cuando el gobierno de George W. Bush y los aliados tradicionales de Washington invadieron ese país centroasiático, expulsaron por la fuerza a los talibanes, que se habían hecho con el poder, y emprendieron una larga, sangrienta, costosa e infructuosa guerra que dejó cientos de miles de muertos afganos, miles de soldados estadunidenses y británicos, una nación arruinada y desarticulada como nunca antes y un gasto de alrededor de 2 billones de dólares por parte de los invasores.
El pretexto esgrimido por Bush para la invasión fue la protección que los gobernantes de Kabul ofrecían a la organización fundamentalista Al Qaeda y a su dirigente Osama Bin Laden, los cuales habían reivindicado los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra las torres del World Trade Center y el edificio principal del Departamento de Defensa de Estados Unidos.
Aunque la Casa Blanca juró que no negociaría con la facción talibán ni con Al Qaeda, durante la administración de Barack Obama se estableció una alianza incómoda con la segunda en el teatro de operaciones de Siria. Por su parte, Donald Trump terminó enzarzado en pláticas de paz con los talibanes a fin de encontrar una vía pacífica para el retiro de las fuerzas de ocupación estadunidenses.
En este punto no hubo ruptura entre el gobierno de Joe Biden y el de su antecesor, y el nuevo mandatario demócrata anunció que en octubre de este año –vigésimo aniversario de la invasión– habría de concluir el retiro de las tropas de Washington de suelo afgano.
Ese solo anuncio precipitó la ofensiva de los talibanes, quienes en cuestión de dos semanas se hicieron con el control de buena parte del territorio y ayer entraron triunfantes en Kabul, con el telón de fondo del desmoronamiento de un gobierno y un ejército “afganos” que pendieron siempre del cordón umbilical de Estados Unidos.
Es inevitable evocar al fallecido periodista británico Robert Fisk, colaborador de este diario, quien solía advertir de la irreductibilidad afgana y del fracaso de cualquier invasor de la nación centroasiática, fuera soviéticou occidental.
Pero es necesario recordar también que tanto el Talibán como Al Qaeda fueron fundados por antiguos combatientes fundamentalistas que recibieron el respaldo, el financiamiento y el armamento de Washington y de Riad para enfrentar la invasión soviética que tuvo lugar en los años 70 y 80 del siglo pasado. A final de cuentas, la destrucción de la República Democrática de Afganistán, respaldada desde Moscú, y la formación de un régimen integrista radical, fue obra de facciones impulsadas por la Casa Blanca y por Arabia Saudita.
Ahora, el retorno al poder de los talibanes y la proclamación de un emirato basado en la aplicación de la ley coránica, no es una buena noticia para nadie. Son de sobra conocidas la brutalidad de los vencedores y su obsesiva determinación de oprimir a las mujeres, a los adversarios políticos y a las minorías sexuales.
Por lo demás, el precipitado retiro militar estadunidense deja en un absoluto desamparo a miles de ciudadanos afganos que colaboraron o fueron empleados por los ocupantes y que ahora enfrentan el peligro de venganzas implacables.