Antes de recordar a dos admirados amigos recientemente fallecidos, el fino matador de Saltillo, Óscar Realme, y para colmo economista, y el novillero, apoderado, actor, declamador, bailaor de flamenco, director de escena, productor teatral, compañero de la bailaora y maestra María Antonieta Gutiérrez La Morris, padre amoroso de José Antonio y Amaranta, también talentosa bailaora; por si faltara, compadre de Manolo Martínez y, por encima de tantas facetas, poseedor de una ternura y una sensibilidad que le permitieron hacer amigos por docenas, de todas las condiciones y todas las profesiones, externo un obligado agradecimiento.
A Xavier González Fisher, acucioso investigador donde los haya e incansable bibliófilo, y a Horacio Reiba Alcalino, uno de los mejores ensayistas taurinos del mundo, por sus respectivas notas en torno a la partida física del matador Óscar Realme el primero de agosto pasado. Humanistas de rango universal aunque los neotaurinos lo ignoren, sus plumas hacen más falta a la fiesta de los toros de México que esta a ellos. Conmovido por sus puntuales, sustentadas y respetuosas notas sobre otro magnífico torero mexicano desaprovechado, les reitero mi agradecimiento por su refinada afición y paciente amistad.
Si bien había escuchado de los triunfos del Güero Realme en las improvisadas cuanto vehementes tertulias de mi padre y sus cuñados y posteriormente de los éxitos del joven diestro en importantes plazas de España, así como presenciado su malograda confirmación en la Plaza México al ser herido por su primer toro, a Óscar lo conocí ¡en el Metro! Lo identifiqué de inmediato, observé su mirada ensimismada y me presenté. Se inició entonces un diálogo como su tauromaquia: con pausas y sin prisas. Me confesó que el principal estorbo en su carrera no fue la miopía de los empresarios mexicanos o haberse adherido al bando de Luis Procuna, sino su padre, tan autoritario como inoportuno. Conoció la gloria en importantes escenarios, comprobó su estatura como torero de muy altos vuelos y lamentó que la fiesta de su país estuviera en manos de gente tan insensible y antojadiza como poderosa. La tristeza no rebasó su generoso corazón.
José Antonio Morales apareció por ensalmo, con esa magia que tan bien sabía manejar en los escenarios y en la vida. Su conversación y su voz eran una auténtica fiesta e inevitablemente nos amistamos. Compartíamos unos antecedentes de admiración por Manolo, no Martínez sino Vargas, bailaor, coreógrafo y maestro de escala mundial, y por Pilar Rioja, la inmensa bailarina. José Antonio tuvo además la gentileza de presentarme a otro Manolo de variados talentos, Espinosa, compañero suyo en la universidad. Incapaz de largar de la fiesta de sus amores aunque le dolieran sus desvíos, escuchaba o leía mis señalamientos con la elegante discreción que lo caracterizó. ¡Salud, entrañables maestros!
Hoy a las 13 horas, en la hermosa plaza Jorge El Ranchero Aguilar de la ciudad de Tlaxcala, harán el paseíllo dos magníficos toreros igualmente desaprovechados por el taurineo que nos cargamos: Miguel Villanueva y Raúl Ponce de León, quienes hace medio siglo, como sensacional pareja novilleril, llenaron de pasión y de gente la Plaza México. Poseedores de una intensa pero contrastada personalidad, Miguel sobrio y clásico y Raúl expresivo y barroco, deslumbraron al público aficionado desde la primera vez que alternaron. Lidiarán cuatro sementales de la ganadería de San Miguel del Milagro, propiedad de Ponce el bueno y de su hijo Rodrigo. ¡Mucha suerte, toreros inolvidables!