La inauguración de la maqueta monumental del Templo Mayor en la plancha del Zócalo capitalino marcó ayer el punto culminante de las conmemoraciones por los 500 años de resistencia indígena, cuyo comienzo se marca con la caída de Tenochtitlan en manos de los conquistadores españoles y sus numerosos aliados locales.
Sin embargo, para todos los involucrados en los actos conmemorativos está claro que la honda significación de este aniversario trasciende cualquier ceremonia oficial y cualquier afán reduccionista: puede afirmarse sin temor a exagerar que el derrumbe del Imperio mexica, catalizado por la llegada de los europeos al territorio que hoy ocupa nuestro país, transformó de manera absoluta e irreversible las vidas de las personas a ambos lados del Atlántico.
Está lo archisabido: la Conquista y los tres siglos de dominación colonial a que ella dio paso supusieron una catástrofe demográfica para los pueblos originarios, quienes fueron diezmados por las enfermedades traídas del Viejo Mundo, los tratos inhumanos a los que se les sometió y las jornadas de trabajo esclavo o semiesclavo que se les obligó a realizar. Asimismo, se sabe que la conquista material sobre las civilizaciones indígenas vino acompañada por el afán de destruir sus identidades al imponerles las creencias religiosas, las costumbres y el modo de producción de los peninsulares; y hoy sólo los más recalcitrantes corifeos de derecha niegan que la estructura social racista creada para mantener sojuzgados a los pueblos indígenas durante la Colonia constituye la raíz de la pobreza, la marginación y la discriminación multifactorial que éstos padecen hasta hoy, así como del inveterado desprecio que hacia ellos siente una parte de la sociedad mexicana.
Pero también está lo muchas veces olvidado, a saber, que los pueblos indígenas no fueron objetos inermes de este proceso, sino que participaron en él oponiendo a los intentos por aniquilar sus culturas una inventiva y una fuerza moral que les permitieron conservar vivas sus tradiciones pese al empeño asimilador de las autoridades coloniales y eclesiásticas, primero, y del Estado mexicano, después. El sincretismo cultural y religioso que caracteriza al México de hoy es una prueba viviente de las complejas interacciones entre colonizadores y colonizados, las cuales en ningún momento fueron unidireccionales ni se desenvolvieron en un marco de pasividad.
Es justamente por ello que a los arraigados conceptos de “Conquista” y “Colonia” se opone el de “Resistencia indígena”, pues con él se busca reflejar la suma de prácticas culturales, comunitarias, políticas y también armadas a través de las cuales los pueblos indígenas se negaron y se niegan a diluir su identidad en aras de un progreso mal entendido como mera acumulación de capital. Esta lucha por mantener vivos sus saberes dista de haber terminado, y hoy su impronta representa un acervo invaluable para encarar desafíos como la crisis climática y el urgente rediseño de varias de nuestras instituciones.
Cabe, pues, desear que los múltiples actos programados para rememorar la caída de Tenochtitlan muevan a la sociedad mexicana en su conjunto a una reflexión sincera en torno a la condición actual de los habitantes originarios de este territorio, así como a las autoridades a tomar todas las medidas pertinentes para cerrar la inaceptable brecha de desigualdad.