El siglo XXI, nacido bajo la sombra del terrorismo y la expansión y sofisticación del crimen organizado, ha estado caracterizado por la frecuente apelación a un discurso que, en nombre de la seguridad nacional, justifica las intromisiones a la privacidad de los ciudadanos. En 2017, tres instituciones de la sociedad civil lideradas por la Red en Defensa por los Derechos Digitales (R3D), con el apoyo de Citizen Lab, revelaron los primeros casos de un operativo de espionaje a periodistas y activistas en México financiado con dinero público e instrumentado desde las altas esferas gubernamentales. Desde entonces hasta la fecha, la sociedad mexicana ha venido conociendo mayores detalles que revelan las dimensiones y gravedad de este atroz uso de la información privada de la ciudadanía a través de las telecomunicaciones, pero el caso permanece impune.
El pasado 18 de julio, salió a la luz una investigación realizada por diversos medios de información internacionales llamada Pegasus Project, donde se revela que en varios países se intervinieron 50 mil teléfonos con el programa Pegasus, un software de tecnología militar de espionaje desarrollado por la empresa israelí NSO Group que intercepta todos los datos, archivos y movimientos de los teléfonos celulares objetivo. Dicha investigación deja al descubierto cómo este software que, según la propia empresa, se vende sólo a gobiernos soberanos para atacar el crimen organizado y el terrorismo, ha sido utilizado por el poder público para espiar otro tipo de objetivos.
De los 50 mil casos filtrados en la investigación, 15 mil son teléfonos mexicanos que fueron intervenidos durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, con lo cual el gobierno de México aparece como el principal usuario de esta tecnología. Entre estos 15 mil ciudadanos cuyas comunicaciones telefónicas fueron interceptadas se encuentran numerosos defensores de derechos humanos, activistas y opositores al anterior régimen. El propio Andrés Manuel López Obrador, actuales integrantes de su gabinete, así como familiares y personas cercanas a él, se encuentran en esta lista de teléfonos interceptados. También están entre ellos al menos 25 periodistas, de entre quienes destaca Cecilio Pineda, asesinado en 2017, pocas semanas después de que su teléfono fue infectado por este malware, como hoy sabemos gracias a la investigación Pegasus Project. Defensores de derechos humanos e incluso familiares de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, también forman parte de la lista de teléfonos interceptados.
El escándalo que supone este caso no radica sólo en la violación a gran escala a la privacidad de los ciudadanos, sino también a la evidencia de la erogación de enormes cantidades de dinero público no para combatir el crimen y la impunidad, sino para vulnerar a quienes ejercen el derecho a saber, informar y exigir justicia.
Ante violaciones como éstas, que ocurren al mismo tiempo que el crimen organizado continúa su despliegue y empoderamiento, ¿es pertinente mantener el debate seguridad versus privacidad como dos opuestos irreconciliables?
No podemos negar que la inteligencia la requiere todo Estado, lo que debemos subrayar es que esta actividad debe estar rigurosamente regulada y vigilada por instituciones públicas para tratar de garantizar que esté sujeta a un efectivo control democrático. En el caso que referimos, si bien el actual gobierno, ante las presiones mediáticas y de organizaciones de la sociedad civil, ha publicitado los contratos de los servicios de inteligencia, lo cierto es que también se ha avanzado poco en el esclarecimiento del caso y menos se ha abordado sobre cuáles tienen que ser los mecanismos para que las labores de inteligencia estén sometidas a controles democráticos, de forma que no sólo sea un acto legal, sino que se desarrolle bajo el escrutinio de la rendición de cuentas. La ley establece que un juez federal es el único que puede autorizar la vigilancia de un ciudadano, pero debe existir un marco considerablemente más robusto no sólo para autorizar estas acciones, sino para regular la adquisición y uso de este tipo de tecnologías, procurando la debida rendición de cuentas y la transparencia.
Recientemente, la CIDH y ONU-DH emitieron un comunicado expresando su preocupación por los nuevos hallazgos del caso, y han pedido al gobierno mexicano una investigación efectiva e imparcial que salvaguarde los derechos de las víctimas. Asimismo, han exigido una mayor regulación en la materia, así como la emisión de una moratoria inmediata sobre la venta, transferencia y uso de la tecnología de vigilancia hasta que se establezcan marcos normativos en línea con los derechos humanos (CIDH, ONU-DH, 2021).
Es urgente, por tanto, legislar en favor de la libertad de expresión, la seguridad de periodistas y activistas, y legislar en favor de la privacidad, un derecho, por cierto, reconocido en pocas constituciones políticas a escala mundial. A su vez, se deben delimitar estas prácticas de manera clara en la ley, asumiéndose como un mecanismo excepcional, destinado a investigaciones de orden criminal y realizado bajo constante supervisión de controles judiciales, parlamentarios y autónomos.
Mientras no existan marcos legales robustos y controles democráticos frente a este tipo de facultades estatales, el uso de ellas será sumamente riesgoso para incurrir en el espionaje y particularmente ser utilizado para fines políticos del gobierno en turno. Un gobierno que espía a las víctimas y no a los victimarios es un gobierno que encubre y reproduce la impunidad. Es urgente contar con controles democráticos que garanticen el uso legal y legítimo de la labor inteligencia del Estado.