México está dando sólidos pasos hacia la soberanía energética, para que las máquinas funcionen. Pero también hay que construir la soberanía en la energía que mueve a las personas: la soberanía alimentaria.
Pero esta soberanía se está debilitando: las importaciones de granos en el país aumentaron 14 por ciento en el primer semestre de 2021 con respecto a igual periodo de 2020, señala Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA). La sequía hizo que disminuyera el volumen de producción de los seis granos básicos: maíz, trigo, sorgo, soya, frijol y arroz: en los primeros meses de este año en 8.6 por ciento. Debido a ello importamos un mayor volumen de estos granos y nos costó 5 mil 388 millones de dólares, 67 por ciento más que el mismo periodo de 2020. Con esto el indicador de autosuficiencia del país se redujo de 58.3 por ciento, en los primeros meses de 2020, a 55.5 por ciento, en igual lapso en 2021. Importamos 44.5 kilos de cada 100 kilos de alimentos que consumimos ((bit.ly/3xBRjQh).
Enfoquémonos en el frijol: junto con el maíz y el chile, es uno de los alimentos básicos del pueblo de México. De esta infravalorada leguminosa, obtenemos casi 40 por ciento de las proteínas que consumimos. Sin embargo, la producción de la planta ha ido a la baja los últimos 20 años: ronda en un promedio de 1.1 millones de toneladas anuales, y nunca ha vuelto al máximo de 1.5 millones de toneladas de 2002. Uno de los factores de la baja de la producción son las sequías recurrentes, sobre todo en las zonas más productoras que se ubican en el norte, centro y occidente del país, regiones temporaleras, donde se producen dos terceras partes del producto.
Otro factor son las políticas de gobierno. Los productores temporaleros, de Zacatecas, Durango, Nayarit y Chihuahua generan casi 55 por ciento del frijol que se consume en el país. Sin embargo, afirman que la falta de apoyos oficiales y la baja de los precios al productor los está obligando a buscar alternativas de cultivo. Señalan que los apoyos de los programas oficiales se dirigen sobre todo a los agricultores de autoconsumo del centro y sur del país y a ellos se les discrimina por cultivar superficies mayores a 20 hectáreas. Por ejemplo, en Chihuahua, dados los bajos rendimientos que rondan 600 kilos por hectárea, es necesario hacer economías de escala, cultivar superficies de mínimo 50 hectáreas para ser más rentables. Esto no los convierte ni en agricultores ricos ni en latifundistas, los hace viables.
Los precios al productor se han estancado, no así los de los insumos. Dicen que “los fierros” –es decir, implementos agrícolas y refacciones– resultan cada vez más caros, así como los energéticos, pues el programa de subsidios al diésel agropecuario ha desaparecido. No se trata de productores que sean quejumbrosos y esperen todo del gobierno. A pesar de sequías, de la competencia desleal del frijol importado, estos frijoleros se han ido tecnificando, han elevado sus rendimientos, han organizado la comercialización, han buscado créditos por todos los rincones.
Por otra parte, el consumo del frijol, como el de las frutas y verduras, se ha reducido sensiblemente: en los últimos 20 años bajó de 15 kilos anuales per cápita a 10 kilogramos. El aumento del precio al consumidor y los factores socioculturales influyen en ello. Ahora se prefieren los alimentos ultraprocesados sobre los tradicionales y al frijol se le ha generado una “mala fama” como comida de pobres versus la comida costosamente publicitada de los agronegocios.
Es muy importante apoyar a los productores campesinos de frijol por varias razones: para que no dependamos de los intereses comerciales y políticos de otros países en este alimento básico; para ahorrar divisas, y para que la agricultura campesina mexicana en una de sus muy diversas formas, la de los temporaleros, se sostenga, se fortalezca, genere empleos y enriquezca esta forma de vida social y cultural.
No sólo: el favorecer la producción, y consumo del frijol ayuda a revertir la epidemia de obesidad y sobrepeso que padecemos y que nos ha tornado más vulnerables ante la pandemia. Hay una correlación directa entre la baja del consumo de la leguminosa y el alza del consumo de los ultraprocesados –y, consecuentemente, de la obesidad, diabetes e hipertensión–. Mientras nuestro frijol sufre oxidación en las bodegas, nuestros hábitos alimentarios padecen la oxxización.
Hay que promover un pacto frijolero como parte de nuestra soberanía alimentaria. Los productores se pueden comprometer a seguir sembrando este alimento estratégico y evitar simulaciones y agandalles para recibir los apoyos gubernamentales. Los consumidores podríamos ir cambiando nuestros hábitos y comer más alimentos locales, nutritivos, producidos por los campesinos. Y el gobierno se debe comprometer a implementar políticas diferenciadas de fomento a la producción, comercialización y abasto, que tome muy en cuenta a los productores campesinos de Aridoamérica. Ellos pueden ser actores claves de nuestra soberanía alimentaria. Aunque lleven cinto piteado.