La arremetida de la derecha peruana contra el gobierno del presidente Pedro Castillo Terrones comenzó mucho antes de que éste fuera proclamado presidente después de muchas dilaciones –desde que se vio inevitable su paso a la segunda vuelta electoral– y se redobla por días con virulencia y cariz francamente golpista. Incluye, entre otras maniobras, exigencias de renuncia del presidente en pequeñas pero muy difundidas manifestaciones del fujimorismo, y pedidos de diputados para la sustitución del primer ministro Guido Bellido y el canciller Héctor Béjar. Éste, por cierto, ha dejado claras las bases de una política exterior independiente y soberana, defensora de la no intervención, promotora de la unidad y la integración regional mediante Unasur y la Celac, que se aparta del moribundo Grupo de Lima: “condenamos los bloqueos, los embargos y las sanciones unilaterales que sólo afectan a los pueblos”, ha dicho.
Para el imperialismo y los ultrarracistas grupos de poder económicos locales e internacionales, resulta inadmisible aceptar que llegue a la presidencia el primer cholo, maestro de escuela y campesino andino en la historia peruana, en un país estratégicamente tan importante, justo en un momento de reanimación de las luchas populares y de ascenso de gobiernos de izquierda en la región. Desde que fue derrocado por un golpe derechista el general y presidente Juan Velasco Alvarado (1975) –también de origen humilde, cholo y andino norteño–, el imperialismo dio por hecho a Perú como su dócil dependencia.
En efecto, todos los ocupantes desde entonces del Palacio de Pizarro han sido lacayos de Estados Unidos y de la oligarquía, asaltantes del erario público en connivencia con los poderes Legislativo y Judicial. En este cuadro, la dictadura de Alberto Fujimori desempeñó un papel fundamental en la aplicación del neoliberalismo y la represión de la protesta social y hoy el fujimorismo es la más importante fuerza de choque de la extrema derecha. La descomposición política y crisis institucional llevó al extremo de que, a partir de 2016, el país ha tenido cuatro presidentes en el último periodo constitucional de cinco años.
Por su parte, a Pedro Castillo, hombre del Perú profundo que al frente de su alto cargo continuará por decisión propia con su modesto salario de maestro y cuyo programa de gobierno busca beneficiar a las mayorías y defender el interés nacional a diferencia de los presidentes neoliberales, no se le ha concedido un minuto de tregua desde que asumió la presidencia hace apenas 15 días, sometidos él y varios de sus colaboradores a una lluvia de mentiras, calumnias, insultos y medias verdades por los medios hegemónicos locales e internacionales, que lo adversan furiosamente. Esos medios por excepción dicen alguna verdad, como la rotunda negativa de Castillo y colaboradores de atacar a Cuba y Venezuela. A lo largo de los años han creado una matriz de opinión tan mendaz y deformada sobre esos dos países –dictaduras que matan y desaparecen, según ellos, cuando en verdad son los más democráticos de nuestra región–, que su sola mención atemoriza a muchas personas honestas. Éste es todo un tema a debatir sin tregua con sólidos argumentos en la batalla de ideas entre las fuerzas populares y la dictadura mediática mundial y el puñado de corporaciones que las controlan, en uno de los hechos más opuestos y dañinos hasta para la democracia procedimental existente en la actualidad. Ni hablar de que en ese clima puedan desenvolverse, si no es con serios contratiempos, una democracia participativa y un nuevo orden constitucional como el prometido en campaña por Pedro Castillo.
Castillo tiene un sólido apoyo social en las zonas que lo votaron y es visto con simpatía en muchas otras, pero sólo cuenta en el Parlamento con 37 puestos más cinco de su aliado Juntos por el Perú, sobre un total de 130, y podría ser depuesto –vacancia llaman ahí a la figura– si la derecha consiguiera reunir mayoría de votos, algo no improbable; eventualmente podrían intentar un golpe de Estado. La pequeña ventaja que sacó a su rival no favorece pues el fujimorismo ha hecho tragar a no pocos el mantra del fraude.
Pero, está claro, el simbolismo moral de la presidencia de Pedro Castillo es de una importancia histórica extraordinaria. Pocas veces la izquierda logra alzar a la presidencia a una persona tan representativa, venida directamente del trabajo docente y agrícola, expresión del Perú de “todas las sangres”, del ayllu. Un hombre cuyo proyecto despierta una gran esperanza en Perú y haciendo equipo con los demás líderes revolucionarios y progresistas de la región. Los gobiernos progresistas, las fuerzas de izquierda y populares de nuestra América debemos permanecer muy alertas y listos para impedir cualquier maniobra derechista que busque derrocar a nuestro querido maestro y presidente andino.
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