El multicitado nacionalismo revolucionario, vigente por décadas pasadas, fue un modelo autoritario y popular. Su aplicación llevó a los mexicanos a emprender un periodo de reivindicaciones sociales y económicas reconocibles entre la población. Además de alentar y lograr el crecimiento del país fue, aunque lentamente, repartiendo sus logros con equidad. Llegó, en las postrimerías de los años 70, a una relación aceptable entre el capital (60 por ciento) y el trabajo (40 por ciento). Estas coordenadas permitieron ensanchar la clase media, reducir la pobreza y generar una estructura productiva junto con incipiente empresariado, indispensable para la continuidad de dicho modelo. La experiencia democrática, en cambio, se constriñó a un juego de mutuas aceptaciones tácitas entre mandantes y gobierno. Hacia fuera y al interior, sólo un partido (PRI) esparcía y usufructuaba su hegemónica presencia. Presencia no pocas veces avasallante de derechos y libertades. El basamento de legitimidad lo aportó el llamado pacto revolucionario entre las fuerzas políticas dominantes y una pretendida mayoría del pueblo. Llegamos a balazos y nos sacarán a balazos, afirmó en un momento de euforia Fidel Velázquez no hace mucho tiempo.
En el también amplio periodo neoliberal, en cambio, la atención se concentró en la llamada apertura, el pluralismo y el acotamiento de poderes públicos. La muy citada transición democrática ocupó el horizonte partidista y comunicativo. Surgieron, casi por espontánea necesidad, multitud de propuestas modernizadoras que terminaron siendo incipientes instituciones. Todo un batallón de teóricos transicionales apareció en la escena pública. Y ahí quedaron dando interesadas piruetas retóricas. El centro del movimiento giró en torno a un modelo concentrador de ingresos que fue absorbiendo, para unos pocos, cuanta riqueza se producía. La productividad y las privatizaciones se elevaron a rango de razón de Estado para justificar, tanto el saqueo de los bienes públicos, como la explotación inmisericorde del trabajo. Las proporciones del reparto se invirtieron en unos cuantos años llegando a distribuir 80 por ciento al capital y 20 por ciento o menos, al trabajo. La justicia social fue un tópico sólo situado en las parcelas mentales de comunistoides trasnochados. Toda la energía estuvo concentrada en la generación de bienes y servicios para su apropiación inmediata a costa de todo. Y estas costumbres, creencias, mandatos y ambiciones encontraron basamento teórico en famosas escuelas del llamado nuevo pensamiento conservador, situadas en los países centrales. Surgió todo un entramado con verdades infalibles al canto, juicios de valor terminal y supuestos pasados como hechos científicos de peso universal. Un modelo (neoliberal) de raigambre financiera que se hizo dominante en casi todo el mundo. Modelo tal que, para modificarlo o desprenderse de él, se cae en interminables pleitos, angustias, acusaciones al vapor e incomprensiones inenarrables. Y en estos aconteceres está inmerso México por ahora. Y por estos motivos salen a relucir amenazas de quiebres, caídas en precipicios, fracasos rotundos y avatares de variada y casi infinita índole. El motivo puede ser cualquiera: una nueva empresa de gas y su precio controlado, la pandemia y su tratamiento, el Seguro Popular cancelado sin debido sustituto, las mañaneras y su avasallante discurso, los organismos autónomos destruidos por controlar todo, el desbalance de poder o, simplemente, las opiniones de un personaje, cercano a la Presidencia, alcanza para condenar a los mexicanos a sufrir en una república de sometidos lacayos. El caos que toca, en medio de inusitada violencia, a la puerta de esta nación. Grotescas predicciones a manera de fin de régimen.
Repasar las cuentas nacionales controladas, las inversiones que fluyen como de costumbre y un poco más. El respeto institucional logrado que, pese a todo, se contiene a sí mismo, no causa duda alguna en críticos insalvables. El clamor por el postergado asunto del bienestar no ha sido caso de preocupación de la cátedra conservadora. Los apoyos a las reformas neoliberales –llamadas estructurales– en cambio, flotaban de aquí para allá y con paradero en los centros de poder de donde retornaban santificadas. Las citas y opiniones contenidas en esos rutilantes cotidianos o semanarios son, para algunos, inapelables.
Los balances de poder perdidos a manos de un Presidente que se piensa rey obsesiona mentes y criterios de opinócratas que ven cercana la tiranía. Sin apreciar, ni tantito, la lucha desmedida por evitar explosiones populares de variado tipo, como sucede en otros lugares lejanos y otros muy cercanos. A los esfuerzos de dar cauce informativo a las posturas y acciones gubernamentales se les toma como torvas manipulaciones o, en no pocas instancias, como amenazas y rollo distractor desde el poder. Pero, como viene sucediendo, algo se mueve y cambia para bien.