A mitad de su sexenio, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, estuvo en La Laguna, región agropecuaria conformada por nueve municipios de Durango y Coahuila. Uno de los actos programados durante su visita fue inaugurar el nuevo hospital público en Torreón. Estuve allí junto con otros investigadores que evaluábamos la importancia de los ejidos colectivos. Se crearon como fruto de la expropiación de los latifundios que emprendió el presidente Lázaro Cárdenas del Río.
Todo lucía esplendoroso. Modernos equipos, mobiliario nuevo, personal muy bien acicalado, limpieza ejemplar, enfermos casi sanos. En la avenida donde se construyó el nosocomio, miles de acarreados pertenecientes a los tres sectores que conformaban el Partido Revolucionario Institucional: el campesino, el obrero y el popular, además de habitantes de la ciudad. Una semana después, uno de los investigadores sufrió un accidente y lo llevamos a ese hospital, pero estaba semivacío y atendido por muy poco personal. El médico de guardia nos explicó que se habían traído equipos y enfermos de otros nosocomios para la inauguración presidencial.
Otras poblaciones del país ni siquiera cuentan con hospital o están abandonados, mientras hay un acelerado aumento de contagios y hospitalizaciones por el Covid-19 y sus variantes. Hace una semana, Jorge A. Pérez Alfonso, corresponsal de La Jornada en Oaxaca, informó que en Tequistlán, en el Istmo de Tehuantepec, hay un nosocomio abandonado, mientras el Covid-19 se esparce entre la población. Tequistlán se localiza a 202 kilómetros de la ciudad de Oaxaca y a 90 del hospital más cercano, en Salina Cruz. El inmueble se construyó y lo inauguró el gobernador Ulises Ruiz (2004-2010), mas nunca funcionó. En el siguiente sexenio, de Gabino Cué, lo inauguraron de nuevo. Tampoco se puso en servicio.
Según datos oficiales, al inicio de la actual administración federal había 326 hospitales y unidades médicas sin funcionar por carecer de los equipos básicos y el personal necesario para brindar servicios; o no estar terminados. La mitad eran inviables como unidades médicas, pues sus edificaciones tenían fallas estructurales y/o mal diseñadas, convirtiéndose en un peligro para los ciudadanos. Esos inmuebles se edificaron durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Tres ejemplos de nosocomios en buen estado pero fuera de servicio: el hospital de La Laguna, en Gómez Palacio, Durango, sin equipo ni personal para atender a los pacientes. El oncológico en Chetumal, Quintana Roo. Estuvo buen tiempo sin equipo ni personal. Y el de Agua Prieta, Sonora. Además, en Piedras Negras, Coahuila, una clínica del Issste funcionaba en un sótano. Mientras en Acuña, donde proliferan las maquiladoras, no hay un hospital para atender a los trabajadores.
Para terminar 134 nosocomios que estaban en obra negra desde 2011, se invirtieron en promedio, 500 millones de pesos por unidad. Ya funciona la mayoría en los estados de Baja California Sur, Oaxaca, Michoacán, Veracruz, Morelos, Guanajuato, Campeche, Durango, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Nuevo León, Puebla, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Yucatán y Zacatecas.
Con la primera y segunda ola de la pandemia, el sistema de salud entró en crisis, sin suficientes camas especiales para atender a los enfermos que requerían hospitalización. Gracias al esfuerzo del personal médico, enfermeras y auxiliares, se logró reconvertir parte de los nosocomios en área para recibirlos. Ello en detrimento de la atención a quienes padecían otros males. Cuando se redujo el número de internados por el Covid-19, se regresó a la normalidad.
Pero ante el tercer repunte de la pandemia, se vuelve a reconvertir hospitales, a contratar al personal médico despedido y que apoyó en las dos primeras oleadas del virus. Las autoridades sabían de la llegada de la tercera ola. Pero bajaron la guardia.
Al mismo tiempo, a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México la invade el daltonismo: ve naranja lo que es rojo extremo en el semáforo epidemiológico. El rojo lo prueban la saturación de hospitales, el creciente número de contagios y su atención en hogares.
Contra lo que dicta el sentido común, afirma que “ahorita no podemos cerrar restaurantes ni actividades productivas”. Pero sí puede limitar la capacidad de los primeros y la de bares y cantinas. También cerrar las no indispensables, y evitar al máximo aglomeraciones. El Covid-19 no escucha las declaraciones optimistas y fuera de la realidad.