En la columna del pasado 26 de julio (“Los demasiados pasos”) nos referíamos a la celebrada despenalización de la muerte asistida en España gracias a la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, luego de casi cuatro décadas en que personas y organizaciones lucharon por volver legal lo que solemnes juristas consideraban ilegal.
Esta legalización, anhelada por una mayoría ciudadana y negada por una minoría legisladora, sorda a las necesidades elementales de aquella, como suele ocurrir en los países democrático-burocráticos, de algún modo es el comienzo para resolver una contradicción democrática que España ha arrastrado durante décadas, y que la mayoría de los países, desarrollados o no, continúa por inconfesables motivos, no por razones sustentadas.
Resumíamos los 10 pasos que la flamante legislación impone, en alarde de añejo autoritarismo posfranquista, a las personas en etapa terminal o con un máximo de seis meses de vida, o bien al paciente desahuciado, es decir, con una enfermedad progresiva e incurable, dolorosa o no, sin posibilidades de mejoría. La contradicción reside en que las democracias autoritarias consideran las formas de morir como imposición inalterable, no como opción a partir de la libertad y dignidad del ser humano.
Repetidas peticiones al médico familiar y a un médico consultor, deliberaciones y evaluaciones de éstos con el paciente, informe a una comisión, luego designación de un jurista y de otro médico para revisar el caso. Si la resolución es favorable, el paciente debe esperar, independientemente de su condición, entre 30 y 40 días para que se le aplique eutanasia o muerte sin dolor, sea pasiva, por abstención o suspensión del tratamiento, o activa, mediante la aplicación de una sustancia letal, en ambos casos a petición voluntaria del paciente.
Pero en materia de despenalización de la eutanasia la legislación española se empeña en seguir siendo, junto con juristas, médicos, consultores y comisionados, la protagonista, en tanto que el sujeto terminal o desahuciado, el individuo que padece el drama de su salud, es reducido a un extra, a un añadido que figura pero no habla o apenas lo hace, a mera comparsa de los actores principales. En su mareada vanidad como autoridades más o menos importantes, se olvidan de que, con relación al derecho a la muerte voluntaria, el principal protagonista es precisamente el enfermo y no ellos.