En el curso de julio arreciaron en Guatemala las exigencias de renuncia del presidente Alejandro Giammattei, impulsadas por la destitución del titular de la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), Juan Francisco Sandoval, a raíz de sus pesquisas contra altos funcionarios del actual gobierno. Luego de ser despedido, el 23 de julio, el funcionario dijo temer por su seguridad, la del personal de esa dependencia y la de su familia, y abandonó el país. Ayer, el funcionario declaró que su destitución fue ilegal y pidió a la Corte Suprema de Justicia que lo restituya en el cargo.
Con ello se intensifica el ciclo de descontento social que tiene un claro precedente en 2015, cuando la extinta Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala pidió el desafuero del entonces jefe del Ejecutivo Otto Pérez Molina, por actos graves de corrupción, una medida que recibió el masivo respaldo de la sociedad guatemalteca, la cual se volcó a las calles para exigir la renuncia y el procesamiento del presidente. A la postre, tanto éste como la vicepresidenta Roxana Baldetti terminaron en la cárcel.
Tras un breve interinato asumió el poder Jimmy Morales, el cual enfrentó similares acusaciones de corrupción y al final de su mandato logró salvarse in extremis de ser presentado ante un tribunal mediante una negociación para ser incluido como diputado al Parlamento Centroamericano y lograr así un estatuto de inmunidad, a pesar de las intensas movilizaciones sociales que trataron de impedirlo.
Para Giammattei la crisis empezó desde el año pasado, a raíz de la inopinada decisión presidencial de recortar el gasto de educación y salud justo cuando la pandemia de Covid-19 se propagaba por Guatemala y los sectores más desfavorecidos de la sociedad tenían que hacer frente a los desastrosos efectos de los huracanes Eta e Iota. Lo anterior dio lugar a un nuevo periodo de protestas que se reavivaron el mes pasado, luego del despido del fiscal Sandoval. Las manifestaciones tienen de protagonistas a los sectores indígenas y campesinos, organizaciones civiles, la Iglesia católica y ciudadanos de clases medias urbanas.
En estos estallidos cíclicos de descontento hay diversos factores en común, como la desconexión casi total entre una clase política tremendamente corrompida, la desarticulación y la desorganización de los sectores popula-res y el repetido apoyo de Washington a las entidades y los actores que buscan poner un freno a lo que puede definirse sin atenuantes como una cleptocracia. La debilidad institucional de la nación vecina lleva a las oposiciones sociales y políticas a buscar apoyo en Estados Unidos, y esa misma debilidad explica que para deponer a un presidente basta con lograr que éste caiga de la gracia del Departamento de Estado.
Así, la vida política guatemalteca se ve contaminada de manera estructural debido al saqueo de los recursos públicos, a la ausencia de partidos estructurados y con arraigo y por la conformación de una suerte de protectorado de hecho, en cuyas lógicas las pugnas políticas locales terminan por dirimirse no en las urnas, en el Congreso o en los juzgados, sino en las oficinas gubernamentales de Washington.
Es claro, por último, que el país vecino y hermano necesita una reformulación institucional profunda para que los guatemaltecos puedan concentrarse en la solución de la problemática social que padecen (pobreza y miseria, grave desigualdad, acuciantes carencias educativas y de salud), pero hasta ahora no hay en el horizonte fuerzas políticas y sociales capaces de llevar a cabo tal reordenamiento. En tal circunstancia, cabría esperar que las diplomacias latinoamericanas ofrecieran a Guatemala una colaboración respetuosa de la soberanía para iniciar de alguna forma esa tarea insoslayable.