Marco todavía no se explica por qué “no lo han corrido de su trabajo”, a pesar de que siempre llega tarde. Será, tal vez, porque sus jefes saben que seis días a la semana tiene que recorrer más de 20 kilómetros desde su casa, en una carrera agotadora que afecta todos los aspectos de su vida.
A los 26 años de edad, Marco Anguiano tiene un ritmo de trabajo enloquecedor. Hasta antes de la pandemia, salía a las seis de la mañana de su casa, en el municipio jalisciense de Zapopan, para llegar al plantel Tonalá de la Universidad de Guadalajara a la clase de las ocho, en la licenciatura en comunicación pública.
Al terminar, a eso de las 2 de la tarde, aún le faltaba la segunda parte del maratón diario: trasladarse una hora más desde la escuela a su trabajo de mesero en un hotel del centro de la ciudad, donde invariablemente llegaba con retraso, aunque saliera antes de la universidad.
“Realmente me llama la atención por qué no me han corrido. Ahora tengo clases virtuales y sólo debo ir de mi casa al trabajo, pero de todas formas son dos horas de camino. A veces siento que no quedo bien ni con éste ni con la escuela, porque no doy el 100 por ciento en ninguno”, relata.
El de Zita Rodríguez es un caso similar. Desde San Miguel Atlautla, en el estado de México, le lleva entre dos horas y media a tres para llegar a diversos domicilios de la capital del país, donde se desempeña como trabajadora doméstica.
Para llegar tiene que levantarse a las cuatro de la mañana, salir media hora después de su casa y tomar por lo menos cuatro transportes diferentes, entre taxis, colectivos, camiones y Metro.
“Es difícil, porque llego toda cansada y sin ganas de trabajar. La verdad, no he intentado (comprar una vivienda en la Ciudad de México), porque ya sabía que mi papá nos iba a dar un pedazo de terreno en el pueblo. Además, con el sueldo que gano no podría adquirir nada. Hasta los departamentos de una sola recámara valen millones de pesos y yo no tengo ese dinero... sólo que me gane la lotería”.
Las de Marco y Zita son dos de los millones de historias de personas que en todo el país tienen que hacer traslados larguísimos para llevar a cabo una actividad tan cotidiana y vital como ir de la casa al trabajo.
Estudios recientes, como el de la organización WRI México, indican que el modelo de crecimiento expansivo y horizontal de las ciudades en México ya le cuesta al país más del uno por ciento del producto interno bruto y es “insostenible a largo plazo”, pues únicamente para mantener el nivel de servicios actual, sería necesario que las principales urbes aumentaran su gasto hasta 244 por ciento.
Consultado al respecto, Víctor Hoffman, director general de ordenamiento territorial de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), señaló que los intereses económicos de algunas empresas inmobiliarias, combinados con la falta de aplicación correcta de la ley de servidores públicos –sobre todo a nivel municipal– han facilitado el surgimiento de este fenómeno de crecimiento expansivo.
Para el funcionario, una parte de la solución debe ser la aplicación rigurosa de instrumentos de planeación “que puedan establecer límites claros a las autoridades y a los desarrolladores para no seguir expandiendo el suelo urbano hacia la periferia”. La violación de esos márgenes debe generar sanciones por afectaciones ambientales que realmente se cumplan.
De acuerdo con Hoffman, la Sedatu y la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales trabajan para elaborar e impulsar programas de ordenamiento territorial y ecológico que aborden este fenómeno de manera conjunta, y no a través de leyes separadas y con instrumentos distintos.
El funcionario calculó que “a finales del año que entra, si las voluntades de las diferentes dependencias logran alinearse, podríamos tener un instrumento integrado para la planeación del territorio. Creemos que a finales de 2022 o inicios de 2023 se pudiera lograr, y en ese sentido estamos trabajando”.