Tengo que cambiarme de casa. La dueña, la señora Arteaga, necesita mudarse aquí con su hijo recién viudo y su nieto Alejandro de cuatro años. El niño interpreta la ausencia de su madre como prueba de que ya no lo quiere. Por eso sufre mucho y está muy deprimido. Según me dijo la señora Arteaga, su pediatra le explicó que el muchachito, más que de medicinas, necesitaba cambiar de ambiente. Confío en que Alejandro llegue a ser muy feliz en esta casa y en que disfrute del jardín.
Ese pedacito de tierra fue lo que me sedujo para alquilar esta casa tan rara y algo incómoda. La construcción tiene unos cuantos años más que yo y sesenta más que tú. En ese lapso de tiempo, que parece muy largo, pero en realidad no lo es, habrían cabido por lo menos otras seis vidas tuyas, desde cachorrita hasta el momento en que caíste enferma.
Era muy doloroso ver que te arrastrabas, oír tus gemidos, notar cómo ibas consumiéndote, perdiendo el apetito y la vivacidad; sin embargo, siempre tuve esperanzas de que, con atención médica y mis cuidados, volverías a ser la de antes. Llegó el momento en que me di cuenta de que eso no era suficiente para demostrarte mi amor. Si en verdad te quería, dadas tus condiciones, sólo quedaba una alternativa: hacerte dormir. Tomar la decisión me costó sangre. Me dio valor saber que ya no sufrirías.
II
Todo ocurrió muy rápido y, sin embargo, me pareció eterno el viaje desde la casa hasta el consultorio del veterinario. Esteban no te llamaba por tu nombre – Emma– sino Muchacha. Lo oí decirte “Duerme, Muchacha”, cuando te inyectó el relajante. No quise que te incineraran y regresamos juntas a la casa.
Durante el trayecto te sostuve entre mis brazos. A pesar de tu rigidez me propuse imaginar que sólo ibas dormida y que en cuanto llegáramos saltarías para correr por el jardín. Allí, con la ayuda de don Pablo, te sepulté. Necesitaba sentirte cerca, ofrecerte la solidaridad que me brindaste a mí. Imaginé muchas cosas acerca de lo que iba a pasar, menos que un día iba a tener que salir de esta casa sin ti.
III
Ya casi es hora de que me vaya. Haré el viaje en el coche de don Pablo. Tú y él se hicieron muy amigos. También te echa de menos. Siempre que va a hablarme de ti empieza por decirme: “¿A poco ya se le olvidó que Emma..? Y enseguida me describe alguna de tus travesuras, tus gracias, la manera en que saltabas del coche para entrar en la casa y correr al jardín: tu paraíso.
Allí se quedan las plantas que sembré. Los anturios y las cunas de Moisés este año han dado pocas flores. La hiedra, en cambio, no deja de crecer. Me gusta cómo se entretejen con sus ramas los rayos de sol que bajan hasta el suelo al mediodía. Las palmeras que puse en las esquinas del jardín siguen tan delicadas como siempre y exigen muchos cuidados, pero vale la pena el esfuerzo porque son muy hermosas. Como verás, he seguido cultivando el jardín donde llevas más de dos años dormida, descansando y también renaciendo en los brotes silvestres.
IV
La casa donde voy a vivir es muy pequeña y fue necesario deshacerme de algunos muebles. Aunque parezca ridículo, sentí desprenderme, sobre todo, de los que tenían la marca de tus dientes en las patas de madera o en los tapices. Tu comportamiento me disgustaba y para demostrártelo decía que iba a dejarte sin premios ni juguetes. Antes de que llegara a cumplir mis amenazas me vencían tu manera de echarte en el suelo –según yo, arrepentida– y tu mirada triste y al mismo tiempo dulce.
Cuando la señora Arteaga llamó para decirme por qué urgía que le desocupara la casa acepté sus razones; sin embargo, me sentí tan mal que estuve a punto de decirle que no podía irme y dejarte aquí, sola en el jardín. No dije nada. Tuve miedo de que ella calificara de absurda mi preocupación porque iba a separarme sólo de un animal. Nunca te vi ni te veré de esa manera. Para mí fuiste y serás siempre una amiga entrañable, una fiel compañera.
V
Sólo don Pablo y yo sabemos que estás sepultada en el jardín. Me ha prometido visitarte –dudo que pueda lograrlo, pero no se lo dije. En todo caso, si alguna vez lo consigue, imagino que durante el minuto o dos que dure su estancia recordará lo que me decía cuando ansiaba hablar de ti: “¿A poco ya se le olvidó que Emma..?”
Sé que, aunque pase el tiempo, no olvidaré los saltos graciosos que dabas para atrapar el chorro de agua que salía de la manguera; menos olvidaré la prolongada sesión de aullidos –auténticas óperas caninas– con que respondías a los pregones de los ropavejeros o tu agilidad para ocultarte entre las almohadas de mi cama.
Algo que nunca se me borrará es la ferocidad con que te ponías a devorar los huesos tiernos que le comprábamos a Poncho, el carnicero. Él tuvo que salirse del local que rentó por más de cuarenta años. Lo llevaron al fracaso la pandemia, las pocas ventas y la subida brutal del alquiler, que ya no pudo pagar. Me lo dijo cuando vino a despedirse. Desde luego, hablamos un buen rato de ti, Emma.
En realidad todos tus actos eran motivo de alegría. Sólo de recordarlos ahora me siento menos triste porque voy a dejarte. Varias veces sentí ganas de contar acerca de cómo te encontré abandonada en la calle y de la forma en que viniste a formar parte de mi vida. Cuando esté en mi nueva casa, para no extrañarte tanto, voy a escribir la historia postergada. Será como verte otra vez llena de vida, saltando para atrapar insectos, gotas de agua, hojas que se desprenden de las ramas.
No tengo experiencia. No sé por dónde voy a empezar o si encontraré las palabras justas para retratarte como eras. De lo único que estoy segura es de que llamaré a mi relato El jardín de Emma.