Desde finales de los años 50, mi sensibilidad adolescente y justiciera me pusieron del lado de la revolución que se daba en la Gran Isla Hermana. Y sigo de su lado, porque moralmente es invencible un pueblo que se sacudió el mote de “burdel de América Latina”, echó fuera a sus “padrotes”, quienes y cuyos descendientes, desde Miami, insisten en recuperar esa fuente de dinero, placeres dudosos y desvalorización de todo un pueblo, niños y niñas, adolescentes, mujeres y hombres. Sólo la ignorancia de la historia de la isla, o la mala fe e intereses inconfesables pueden criticar y condenar a un pueblo que, como dijo el presidente mexicano, debería ser incluido en la lista de patrimonio mundial de la dignidad.
El problema es que la Revolución tuvo que pagar un precio al exterior para poder sobrevivir a la amenaza del imperio, precio que no incluyó la venta de sus bienes nacionales, ni la esclavización de un pueblo al que se procuró dar, y que éste se procuró a sí mismo, prodigios como un andamiaje de salud, educación, bienestar mínimo universal y parejo entre otras cosas que el mundo entero reconoce como conquistas culturales del orgullo bien nacido, la solidaridad, la fuerza y los ideales que los pueblos del mundo (no sus élites) compartimos y anhelamos desde hace más de 60 años. Pero el gobierno cubano sí tuvo que pagar el precio demoniaco que Occidente impuso en el planeta y que nos ha llevado, sin distinciones, al precipicio desde donde se avizora ya otro apocalipsis que desde París se empeñan, quienes lo producen, en inventar inútilmente formas de detener.
En efecto, Cuba tuvo que entregar su biodiversidad, volverse parcela de monocultivos, sobre todo azúcar de caña, para la fracción del mundo que la defendió contra el imperio del que acababa de zafarse. Lo que, sin obviar otros factores, adelgazó los recursos indispensables para el mantenimiento de toda población, es decir, los alimentos, en cantidad, variedad y calidad suficientes.
¿Qué guardaban y defendían los pueblos sitiados por enemigos? Alimentos. ¿Y qué era lo que estos últimos ambicionaban aun a costa de sacrificar a sus semejantes? Alimentos. La crueldad de Genghis Khan se justificaba a sus propios ojos, no por el oro, sino por los granos o cereales que su pueblo necesitaba para vivir y que no cultivaban, pues ellos eran pastores, no agricultores. Ciertamente, el mundo se fue complicando y, sobre todo, dio un salto que enredó el cordón umbilical que nutría las tablas del bien y el mal, hasta confundirse de tal manera que adquirió mayor valor un lingote de oro que los cereales que podían adquirirse a cambio... Y el diablo del capital se puso a bailar de contento con su nueva tabla de equivalencias.
El llamado Periodo Especial fue muy doloroso para nuestros amigos cubanos y lo sufrimos empáticamente con ellos en este lado del Golfo de México. Pero yo vi cómo se abrieron parcelas privadas de hortalizas y se permitió una comercialización incipiente en la primera década del siglo XXI que, por desgracia, no se convirtió en política de Estado. En otras palabras, la Revolución Cubana dejó suelto, a nuestra manera de ver, su historia, el cabo de la autosuficiencia alimentaria que, una vez alcanzada, les habría dado una soberanía indestructible, pues los pueblos, desde el comienzo de la humanidad, defienden lo que llevan a la mesa de sus familias.
Que sirva a la 4T este terrible ejemplo para quitar al menos un velo de los que ocultan y deforman la conducta de los pueblos que no son por vocación conservadores y traidores. El Imperio lo sabe, y por eso induce la producción en monocultivos y descalifica la política de los policultivos que ablandaría los cimientos de su fuerza.