Nos hemos acostumbrando a que la única manera de conocer es sospechar. Detrás o debajo del mundo hay cosas ocultas y simulaciones que requieren que las expongamos. El mundo debe escucharnos para que se de cuenta de que vive en un engaño. Lo escondido debe ser mostrado; lo simulado, quedar de manifiesto. Cuando Paul Ricoeur llamó a esta forma de conocer “la hermenéutica de la sospecha”, él mismo no sospechaba que sería dominante en los medios, la academia, el debate público, hasta tal punto, que la suspicacia parece ser sinónimo de lucidez. La pensadora feminista Eve Kosofsky Sedgwick llamó a esto “la lectura paranoica del mundo”. Al ser la principal forma de conocer, la desconfianza se convirtió en cultura dominante, normativa y obligatoria.
Escribo sobre esto preguntándome cómo es posible que alguien asegure que, en México, se vive una “dictadura”, cuando mañana hay una consulta popular para tratar de cerrar un pasado de dolor, robo y humillación de tres décadas. Se hace desde la anticipación, como ocurre en la paranoia: que las malas noticias ya sean de siempre conocidas. Así, cuando se den, uno se sentirá reivindicado. Si no se dan, es acaso porque lo advertimos. Como malestar cultural, la sospecha es un mecanismo de protección contra el terror a la sorpresa. Más vale pensar lo peor para prepararse para lo que inevitablemente ya ha sucedido. Pero realmente no sirve para conocer porque es probar un supuesto que ya se tenía desde antes; se escoge un rasgo de la realidad, se amplifica, y se toma la parte como si fuera el todo, que se desecha. Aun una forma se confunde con un hecho y éste con todo un proceso. Los comentaristas de los medios, académicos o políticos, han llegado al extremo burdo de decir que si el Presidente usa una guayabera está emulando el echeverrismo del Partido Único o que, si se detecta un acto de corrupción en un trámite burocrático, todo el pasado de saqueos a la Nación ha vuelto a reinar. Nada ha cambiado, sólo se perpetúa. Estos anacronismos deliberados se permiten en el debate público porque la sospecha ha sustituido al análisis y se exhibe como “independencia” y hasta como inteligencia. No es lo mismo crítica que análisis, sobre todo si una predetermina al otro; y mucho menos el recelo por sí mismo es autonomía.
Cuando Freud define la paranoia, toma las memorias del senador Daniel Paul Schreber para adentrarse en una sospecha sicoanalítica: lo que el delirante reprime en su interior reaparece como riesgo externo. A Freud no se le escapó la semejanza de eso con el resto de la cultura y bromeó en una carta proponiendo al paciente como posible director de un hospital. Pero su propia sospecha tiene algo más que simple ingenio: tendemos a creer en teorías que lo abarcan todo a partir de una parte, y cuyas emociones centrales son el odio, la ansiedad o la envidia que sentimos que vienen de afuera. El delirio del senador Schreber, como lo narró Roberto Calasso (muerto hace dos días, a los 80 años) en su prólogo a las Memorias de un enfermo de nervios, es uno donde él estaba solo frente a Dios –el Sol– y todos los demás no existían sino como espectros que buscaban desorientarlo. Sin duda, el delirio provenía de una cultura maniquea, del melodrama que es el género del fin de régimen, de ese peculiar malestar con el tiempo que hace del presente algo siniestro y del futuro la profecía de la inevitable oscuridad.
Volvamos a los que dicen vivir en una “dictadura”. La paranoia cultural demanda muy poco de su objeto que está dado y es inamovible. La negatividad de ese presente ahistórico sólo necesita ser expuesta. Se hace desde la anticipación: todavía no sucede pero ahí viene la desgracia; todavía no es una dictadura pero selecciono este elemento para sustituir mi propia ineficacia para pensar todo un proceso. También se recurre a las comparaciones imposibles entre México y Venezuela, Cuba o la Federación Rusa, o a la confusión anti-intelectual entre el señalamiento de noticias falsas y calumnias desde la conferencia de prensa diaria del presidente López Obrador y la censura o el acotamiento de la libertad de expresión. Por si los elementos dispares del mimetismo hicieran falta, se define el presente transformador como “dictadura plebiscitaria”, un término que el pensador nazi, Carl Schmitt, inventó para dar cuenta del sistema de aclamación de un emperador romano. Si una votación mayoritaria en urnas y la proclamación debajo del arco del triunfo son lo mismo, entonces la suspicacia ha llegado a la impostura que tanto anheló exponer.
Por supuesto que la disposición a la suspicacia tiene en estos años una alta carga de cinismo: sabiendo que es falsa, de todos modos la digo para lograr un efecto. No creo que, cuando se dice vivir en una “dictadura” se crea realmente en los anacronismos ni en las comparaciones impostadas. Tampoco creo que ese cinismo y sus deslealtades a la verdad esté exento de angustia, odio, y afanes por recobrar una superioridad perdida. La mezcla de emociones y espanto recurren a la cultura paranoide porque no tienen a la mano otra disposición, por ejemplo, la que Sedgwick llama “de reparación” y que le ocurre a Proust cuando, después de habitar su propia burbuja, sale a una fiesta. Al entrar cree que todo mundo está disfrazado para parecer antiguo hasta que se da cuenta que todos son ya antiguos, incluso él mismo. Al final es la sonrisa apenas esbozada de un joven que lo ve y, de golpe, se ha dado cuenta del paso del tiempo.