1968 se inició en lunes, fue bisiesto y tuvo la mirada del mundo puesta en México, país cuyo gobierno de entonces perpetró una serie de crímenes contra la humanidad que hoy, a 53 años, no se olvidan, entre ellos la matanza de Tlatelolco, sucedida 10 días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos en los que Díaz Ordaz tuvo la desfachatez de soltar aves en señal de paz cuando sus manos aún tenían rastros de la pólvora con la que los fusiles a su servicio acallaron las voces de cientos de estudiantes.
El 12 de octubre de 1968 comenzaron a transmitirse por primera vez –además vía satélite y a color– unos Juegos Olímpicos; la señal llegó a 600 millones de personas que vieron, también por primera vez, unos juegos celebrados en Latinoamérica, a una mujer, Enriqueta Basilio, encender el fuego olímpico, una pista sintética de tartán, un país dividido –Alemania– que compitió como dos naciones separadas, y la prohibición a un país de participar, Sudáfrica, debido a sus políticas racistas. Lo que no se vio a través de las millones de pantallas en todo el mundo fue el despliegue de tanques y soldados alrededor del Estadio Olímpico.
En México 68 se rompieron 23 récords olímpicos, nuestro país ganó, gracias al Tibio Muñoz, su primera medalla de oro; Tommie Smith y John Carlos, ganadores de oro y bronce en los 200 metros planos de atletismo, protestaron con el puño en alto en favor de los derechos civiles de la comunidad afroestadunidense; los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México recibieron a decenas de miles de personas y, si bien hubo otras sedes como Acapulco, Guadalajara, Valle de Bravo y Puebla, la capital del país fue, también, la capital olímpica que recibió a 5 mil 516 atletas de 112 países, a los que se les sumaron jueces, delegaciones y periodistas que en algún lugar tendrían que hospedarse.
El Comité organizador se dio a la tarea de construir dos conjuntos habitacionales, uno fue la Villa Narciso Mendoza –nombrada así en honor al niño artillero que a los 12 años, en Cuautla y durante la Guerra de Independencia, detonó un cañón causando con ello, además de bajas, la confusión del ejército realista con la que Morelos aprovechó para defender el Fuerte de San Diego–, y el otro es la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo, nombrada así en honor al Padre de la Patria. Esta última se construyó a un lado de la zona arqueológica de Cuicuilco, y actualmente cuenta con 29 edificios con nombres que acuden a dioses griegos y en los que las historias no han dejado, desde 1968, de construirse.
En 1968 entrar a la Villa Olímpica fue privilegio de pocos y deseo de muchos; era una pequeña ciudad con todo tipo de servicios entre los que se incluyó un banco que funcionaba día y noche, una discoteca, comedores y hasta una capilla en la que estuvieron a punto de contraer matrimonio un par de atletas checoslovacos: Josef Odlozil y Vera Caslavska, gimnasta que se ganó la simpatía de los mexicanos al interpretar su prueba de piso al son del Jarabe tapatío; finalmente, la boda tuvo, gracias al influyentismo de Pedro Ramírez Vázquez, presidente del comité organizador de los juegos, un escenario más majestuoso aunque no tan deportivo: la Catedral Metropolitana.
No faltaron colados a la Villa: se sabe de un estudiante que, además de hablar ruso, tenía la suficiente cara dura como para ingresar ahí diariamente, comer, bailar en la discoteca y ligarse a atletas. Se trató de un personaje popular que no sólo bailaba bien, sino que tenía estómago para el picante y hablaba español. Por supuesto que ante tales atractivos levantó sospechas de ser mexicano y fue sorprendido.
Pero Villa Olímpica no sólo ha sido residencia temporal de atletas, también lo es de cientos de refugiados, principalmente sudamericanos, que han llegado a México sin saber si será para siempre o si la vida les tiene boleto para otro país o de regreso al suyo; sea como sea, ellos han creado una querencia natural a la Villa, en la que construyeron recuerdos con las familias que compartieron este espacio que tiene, además de instalaciones únicas y amplios jardines, una cohesión social que no se da en otro sitio de la capital, y en la que participan personas cuya primera noche en este sitio se remonta a 1968, entre ellas Roswitha Haas.
Originaria de Austria, llegó a México casi un año antes de los Juegos Olímpicos con el anhelo de presenciarlos, para ello ideó el proyecto de aprender español y ser contratada como traductora. Durante su periplo por la Ciudad de México conoció a un joven estudiante de veterinaria con quien inició dos querencias, una entre ellos y otra con la Villa. Durante los Juegos Olímpicos Roswitha tuvo la fortuna de coincidir con un pariente, llamado Franz Berger, que formaba parte de la delegación austriaca; él le ayudo a ingresar a la inauguración, a las competencias y, por supuesto, a la Villa Olímpica, donde la joven austriaca encontró hospedaje y se ensoñó para, algún día, vivir ahí.
Terminaron los Juegos y Roswitha regresó a Austria con el joven estudiante, pero nada más de cuerpo porque su mente seguía en México, por lo que dos años después volvieron al país para contraer matrimonio y ya después conseguir, primero, a través de una renta y, posteriormente, de un traspaso, hacer su lugar de residencia permanente en el que su querencia natural los condujo: la Villa Olímpica.