1. Esperando. Una noche de abril de 2018, caminaba por la sala de llegadas internacionales del aeropuerto Benito Juárez, explorando los rostros ansiosos que pululaban cerca de las puertas de aduana, buscando a sus seres queridos, mientras yo intentaba localizar al actor Eduardo San Juan Breña. De repente sentí una duda tremenda: “¿qué tal si Edu se rajó al último momento? ¿Si en lugar de hacer cola en el control migratorio mexicano estuviera durmiendo bien a gusto en su casa de Madrid?”
Mis dudas se fundamentaban en una invitación descabellada y surreal: vente a México a participar en una película llamada 499, encarnando a un conquistador que viaja en el tiempo, cruzando cinco siglos para naufragar en el presente, de la mano de un director que jamás has conocido en persona, y que encima te contactó por el feis. Para acabarla de torcer, en este viaje distópico, tu personaje tendrá que conocer de viva voz los testimonios de las víctimas del presente, los sobrevivientes de la ola de violencia que azota a toda la República.
Seguí mi búsqueda mientras iba creciendo mi paranoia, y justo cuando creí que quizás todo se venía abajo, descubrí a Eduardo de pie junto a una pared, tranquilo y sereno, observando el fluir de la gente. Su rostro se encendió con una sonrisa. Al saludarnos de mano noté que llevaba las uñas larguísimas, casi vampirescas, y le pregunté por qué. “Pues verás, en el siglo XVI, nadie se cortaba las uñas”. De inmediato supe que todo iba a estar bien.
Número incómodo
2. 499. El número incomoda, genera angustia, quizás por ser tan irrespetuoso, tan incompleto y cortante, casi sardónico. Es una cifra que fácilmente salta de las matemáticas al símbolo, como un hechizo. Hace tiempo, en otro proyecto, me topé con la idea de restarle un punto a otro aniversario. Se llamó 99 años después de la Revolución Mexicana, un documental sobre lo que pensaban los mexicanos de a pie en el Distrito Federal, acerca de aquel proyecto de nación que en noviembre de 2009 seguía tan incompleto. Aquella película no tuvo mucho impacto, sin embargo me dio un amigo, el productor Inti Cordera. Él era un fan de la idea de intervenir aniversarios, y de inmediato se sumó a cocinar conmigo una película sobre los 500 años de esa supuesta conquista.
Desde 2015, la cinta se venía cocinando en largas conversaciones, en libros y pláticas con académicos y escritores, en debates entre amigos y aliados. Pero si soy sincero, durante todo el proceso seguía pensando en momentos mucho más personales, en aquellos paseos con mi padre el historiador, a Teotihuacan y al Museo Nacional de Antropología, con apenas cinco o seis años. Guardo recuerdos nítidos, cristalinos, llenos de asombro: el mural centelleante, embrujador de Rufino Tamayo, las piezas de la Sala Mexica, aquella maqueta del Mercado de Tlatelolco. Fue mi padre quien me contagió el amor por la historia delirante y trágica de México.
Así que con el paso del tiempo, ya de grande y metido en el cine, al comprender que en 2021 se cerraba un ciclo de 500 años, sentí que era necesario hacer una película. No sabía cómo, pero teníamos que dar con algo fresco, algo que no educara ni repitiera fórmulas desguanzadas. No se trataba de entregarle al público un seminario de historia o un rosario de anécdotas, ni mucho menos echarle leña a la hoguera nacionalista y patriotera. Había que encontrar una respuesta a la medida de este aniversario tan complicado que se avecinaba sobre el horizonte: cinco siglos de la caída de la Gran Tenochtitlan, de esta llamada conquista, del big bang mexicano.
3. El problema. Edu llegó antes del crew, con tiempo para conocer algo de México y agarrar la onda. Era su primera vez, lo cual de alguna manera se adecuaba perfectamente al viaje de la película. Al contrario del protagonista, Edu es un tipo curioso, humano, abierto al universo. De perfil quijotesco, con una mirada penetrante y entera, combinaba un porte noble con una fiereza tajante. Juntos visitamos la Sala Mexica del museo más importante del país y caminamos por el Centro Histórico, sobre las piedras de la antigua capital tenochca que transmitían sus testimonios mudos, vibrando por medio del palimpsesto de los siglos. En breve Edu tendría que insertarse en este mundo, encarnando el fantasma de nuestro trauma más importante, ese “coco” de la historia que sigue acechando la cosmografía mexicana.
Por las noches ajustamos el vestuario con nuestra diseñadora, la muy querida Clarisse, que con dos pesos había hecho una pieza de época impecable y llena de personalidad. También pasamos horas revisando el guion, apoyándonos en tragos de mezcal de la sierra de Guerrero, cortesía de Inti. Junto con la guionista Lorena Padilla, yo había trazado un esbozo de ruta para darle forma al viaje del conquistador, de Veracruz hasta la Ciudad de México. Sobre este caminar, él se iba a encontrar con las víctimas de la violencia actual, personas reales que sobreviven en resistencia, luchando por hacerse escuchar en un contexto de impunidad casi absoluta. Es decir, íbamos a terminar escribiendo sobre el camino, en base a lo que fuéramos encontrando.
Antes del rodaje hablé por teléfono con varias de las personas, a quienes localicé con la ayuda de aliados de confianza. Yo les invité a participar en la película, intentando explicar con claridad la propuesta. ¿Pero qué tal si al vernos por fin, en vivo, con Edu caracterizado en personaje, cambian de opinión y se bajan del proyecto? No es cosa fácil pedirle a alguien que ha vivido un episodio violencia extrema, que comparta espacio con un conquistador. Podrían creer que es un payaso y nos estamos burlando de su dolor.
Juntar dos universos
¿Seríamos capaces de juntar los dos universos? Por un lado la realidad atroz de la violencia actual y por otro este monstruo mitológico, cargado de significados. Íbamos a estar en carretera casi un mes entero y no sabíamos si iba a dar resultado la apuesta. Podría quedar como un mal chiste o un sketch de comedia barata.
La dificultad radicaba justamente en el conquistador. Al ser el único elemento de ficción, él era una enorme piedra en el zapato cinematográfico, y todo lo demás, la ruta, las personas, tendría que salir de la realidad misma. ¿Cómo iba a transitar el conquistador en este mundo moderno? Buscábamos puntos de referencia que nos ayudaran a caminar con el personaje. Por fin, decidimos que su viaje se iba a articular alrededor de tres emociones: la soberbia, la confusión y el terror.
4. En carretera. La mañana que salimos rumbo a Veracruz, pasamos de nuevo por el aeropuerto a recibir a Jano el fotógrafo, junto con Antón, su asistente. Éramos siete en total, contando a Choke y Beto en producción, Adrián en sonido, Eduardo y yo. Nos marchamos rumbo a la Sierra Madre Oriental, apretados pero cómodos, en una camioneta enorme con unas calcomanías de galeones españoles adornando las ventanas.
Llegando al altiplano, sentí una felicidad enorme al ver que el paisaje se iba expandiendo, un paraje árido y parco como un mar requemado que abrazaba las faldas de los cerros, El Popo, La Malinche, y más arriba las nubes escondiendo al Cofre de Perote y al Citlaltépetl, que tanto impresionaron a los españoles hace cinco siglos. Subimos por la espina dorsal de la sierra entre un manto de brisa, y al bajar nos encontramos de golpe con el aire húmedo y delicioso de la selva.
La carretera corría tersa y rápida, incluso cómoda. Pero mirando más allá del asfalto, el tiempo humano se distiende y es otro reloj el que marca el paso, lerdo y necio a nuestros esfuerzos por construir una historia sobre sus piedras, entre sus bosques y al margen de sus ríos. Entrando al puerto nos recibió Félix, un fotoperiodista entregado, que había sobrevivido a las amenazas del gobierno criminal del ex gobernador Duarte, y que había perdido a varios amigos en el camino, entre ellos a Rubén Espinosa. Envueltos por la brisa del mar, con la luz menguante del atardecer, por fin estábamos listos para darle.
5. La mirada. A menudo, muchos nos sentamos a ver cine para desconectarnos, acompañados de nuestras botanas favoritas, sin muchas ganas de ser críticos ni analizar nada. Estamos ahí para divertirnos y no reparamos en el arte que existe detrás de cada momento.
Recuerdo largas conversaciones con Alejandro Jano Mejía, el fotógrafo, justamente para imaginar cómo íbamos a darle vida a las imágenes de este viaje. Él es un mexicano, nacido en Cuernavaca pero radicado en Nueva York. Un tipo tenaz y curtido, ha sabido abrirse camino a base de su talento en un país muy complicado y dentro de una industria bastante ingrata. Fue Jano quien propuso usar unos lentes en formato anamórfico para con ellos hackear la mirada de Hollywood que hemos visto en tantas películas de época, desde Roma hasta el Medio Oriente, desde Londres hasta Washington, contando las sagas de los imperios occidentales con una mirada rimbombante, gloriosa, cargada de la autoridad de los presupuestos y las grandes estrellas.
Pero yo no quería. La propuesta de aquellos lentes me llenaba de miedo porque dudaba sobre mi capacidad de usar un lenguaje propio del cine y más alejado del documental. Sin embargo, con gran inteligencia, Jano me dio un ultimátum: o nos lanzamos con este lenguaje o me tenía que buscar otro fotógrafo. Así de plano. Tenía toda la razón. Había que encontrar una imagen que nos ayudara a que convivan la realidad y la ficción en un sólo universo visual.
Al final, y para mi suerte, acepté y se armó el trato. La película se rodó con lentes antiguos japoneses que nos prestó el tocayo Rodrigo Iturralde, toda con luz ambiental y con un equipo pequeñito, apenas dos personas, tan sólo Jano con un asistente.