A más de año y medio del comienzo de la pandemia de Covid-19, se reitera un hecho que nos hemos empeñado en negar: en pleno siglo XXI, gran parte de la población mundial permanece vulnerable.
Como ejemplo tenemos que el desempleo, en especial en etapas de crisis, es un mal tan mortal y destructivo como el propio virus. Las medidas de cuarentena y el distanciamiento social, al detener buena parte de las actividades productivas, han acrecentado una profunda crisis económica, caracterizada por numerosísimos despidos y quiebras.
Frente a la emergencia se hace imprescindible contar con un seguro público de desempleo que resguarde a millones de trabajadores, junto con sus familias, de ser condenados a la pobreza y a la informalidad; peligros que desplomarían aún más el consumo interno y la economía, circunstancias que nos harían especialmente vulnerables a futuras crisis.
En principio, el seguro de desempleo es un apoyo temporal en dinero o en especie al trabajador, que también protege la economía y la salud de sus familias; subsidio que igualmente ayuda a las empresas y al resto de la sociedad a prevenir caídas económicas abruptas, el acrecentamiento de la de-sigualdad e, incluso, ayuda a disminuir la delincuencia. Jurídicamente, dicho recurso es un deber del gobierno establecido en los artículos 23 y 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), la cual, aunque técnicamente no constituye un tratado internacional, sí es un instrumento cuyas disposiciones representan compromisos básicos del derecho internacional consuetudinario en materia de garantías fundamentales ( Ius cogens) y un marco normativo vital para la interpretación de los derechos establecidos en nuestra Constitución y los tratados internacionales alusivos ratificados por nuestro país. Posicionamiento que ha sido mencionado por las cortes Internacional de Justicia, la Interamericana de Derechos Humanos y nuestra Suprema Corte.
Sin embargo, ese seguro de desempleo, hasta antes de la pandemia, había sido únicamente validado en la Ciudad de México (2008), aunque en 2020 se impulsaron programas similares en ciertas entidades federativas (estado de México, Yucatán y Quintana Roo). Desgraciadamente, tales esfuerzos se basan en aportaciones insuficientes de los gobiernos locales, hecho que constituye una violación a nuestra Carta Magna. Tal ausencia fue subrayada en 2006 como motivo de preocupación del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas.
La oposición entre el México de leyes y el México real se hace evidente por ser el único de los 37 miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) carente de un seguro nacional de desempleo.
El rezago se da también en América Latina, donde las legislaciones de países como Argentina (1991), Brasil (1986), Chile (2001), Colombia (2013), Ecuador (1951) y Uruguay (1958) demostraron con su instrumentación que la voluntad política es más importante queel tamaño de sus economías.
La larga epidemia del coronavirus subraya la necesidad de actuar a fin de proteger a los trabajadores que han quedado desamparados. En tal sentido, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) destaca que, con motivo de la emergencia sanitaria, la región se encuentra en la trayectoria de otra década perdida, ante un contexto de creciente desigualdad y pobreza. Éste es el motivo imperativo por el cual es vital crear un seguro de desempleo nacional, que sea capaz de amparar a 250 mil desempleados formales; programa cuyo costo fiscal (según análisis preliminares) sería menor a 0.25 por ciento del PIB; que representa una suma muy menor a la luz de diversos planes de emergencia.
Por tanto, el seguro de desempleo en México debe desarrollarse con base en cuatro pilares fundamentales: 1) fácil acceso y plazos limitados de espera; 2) ayuda económica temporal hasta de 60 por ciento del sueldo durante cuatro meses, misma que no podrá ser inferior a un salario mínimo; 3) acceso garantizado a los servicios de salud para el beneficiario y sus dependientes, y 4) un esquema de financiamiento basado en aportaciones tripartitas (Estado, patrón y asalariado).
De manera paralela, sería deseable, como aconsejó el subgobernador del Banco de México, Gerardo Esquivel, proteger a las micro, pequeñas y medianas empresas que opten por no despedir empleados en épocas de crisis, mediante un subsidio a los sueldos, con tope de cuatro salarios mínimos. Asimismo, otra ayuda para facilitar la consolidación del citado seguro sería diferir las contribuciones de los empleadores y trabajadores por uno o dos años.
En conclusión, el seguro de desempleo serviría de complemento a los esfuerzos ya iniciados para corregir sesgos distributivos en las políticas gubernamentales.
Por supuesto, las ideas abordadas no son la solución completa a una crisis general, pero sí abonan a corregir imperfecciones a nuestro sistema de protección social.
Más aún, el seguro de desempleo es parte de dos premisas fundamentales: 1) en tanto seres humanos estamos obligados a reinventarnos, a fin de ser un sociedad más justa; 2) los derechos humanos no pueden limitarse a una lista de buenas intenciones.