El presidente Andrés Manuel López Obrador anunció en la conferencia de prensa matutina de este jueves que la Secretaría de Gobernación prepara un decreto para excarcelar a personas que hayan pasado más de 10 años en prisión sin recibir sentencia firme, a los mayores de 65 años con enfermedades crónicas, a quienes tengan más de 75 años y a los que acrediten, mediante el Protocolo de Estambul, que sufrieron tortura en alguna etapa de su captura, imputación o encarcelamiento. En los primeros tres casos, la liberación se encuentra condicionada a que los presos no estén acusados o sentenciados en primera instancia por delitos graves, mientras las víctimas de tortura serán puestas en libertad sin importar los cargos en su contra.
Asimismo, es importante señalar que esta política únicamente toca a las personas procesadas por delitos de carácter federal, pues sólo los gobiernos estatales pueden dictar disposiciones en lo que corresponde al fuero común.
Será necesario esperar a que el decreto entre en vigor para saber cuántos internos se beneficiarán, pero su número no cambia en nada el hecho de que estamos ante una medida histórica, de profundas implicaciones institucionales y éticas.
En primera instancia, liberar a reclusos sentenciados bajo tortura, o que permanecen tras las rejas por la mera falta de dinero para contratar a un abogado, es una elemental medida de respeto a los derechos humanos que los gobernantes han negligido sin consecuencias, gracias al perverso consenso creado en torno al populismo penal, un mecanismo de legitimación de la violencia de Estado que pasa por convertir al aparato de justicia en un instrumento de venganza contra quienes fracasan en integrarse al orden social, y que en su inmensa mayoría provienen de los sectores más desfavorecidos.
El decreto en preparación es un indicador muy valioso del cambio de paradigma en materia de seguridad pública y combate a la delincuencia que prometió el gobierno actual, un proyecto que plantea privilegiar los derechos sobre la prohibición, la reinserción sobre la privación de la libertad y la justicia sobre el castigo.
Otra promesa que se realiza con esta medida es precisamente la de excarcelar a la mayor cantidad posible de personas cuya estadía en prisión no se justifica en las leyes; un empeño que se ha visto obstaculizado más allá de lo imaginable por la extremada corrupción y la torpeza burocrática de quienes integran el Poder Judicial y los ministerios públicos.
Además de penar de manera desproporcionada e incluso cruel a personas que podrían resultar del todo inocentes, el mencionado populismo penal sirvió a los gobernantes del ciclo neoliberal como coartada para hacer pingües negocios con dinero público y a expensas de las vidas de miles de ciudadanos. Ejemplo de ello es el esquema de privatización de los reclusorios de alta seguridad, urdido por el ex secretario de Seguridad Pública Genaro García Luna y puesto en marcha por su entonces jefe, Felipe Calderón Hinojosa: un desfalco al erario cuyo impacto financiero asciende a 32 mil millones de pesos, que presenta un sobrecosto de 800 por ciento respecto de lo afirmado por el ex gobernante michoacano y terminará de cubrirse hasta 2037.
Queda claro, entonces, que lo anunciado ayer es un inestimable punto de inflexión respecto de las deplorables tendencias que dominaron la práctica penal y carcelaria en México, sobre todo en el ámbito estatal, donde se encuentran 82 mil 189 de las 95 mil 547 personas encarceladas sin sentencia.
Ante este panorama, cabe esperar que el avance en lo federal impulse a los gobiernos locales a emprender medidas análogas, al Poder Judicial a acelerar procesos injustificablemente lentos y a supervisar de manera constante la probidad de sus miembros, así como a las instancias de procuración de justicia a hacer su trabajo con profesionalismo y honestidad. Todos los actores involucrados deben cobrar conciencia de que el cambio de paradigma descrito conjunta razones éticas, humanitarias e incluso de orden civilizatorio, pero también de índole específicamente criminalística, pues a nadie escapa que el hacinamiento y las malas prácticas carcelarias convierten a estos centros en escuelas del crimen para los internos y de corrupción para las autoridades.