I. Cambio de vía
Quiero hacerte una promesa: al menos por hoy me olvidaré de eso. Cómo no vas a estar harto de mí si no te he hablado de otra cosa desde el 27 de marzo del año anterior. Tengo la fecha presente porque, después de tanto tiempo en la empresa, por primera vez falté a mi trabajo. No lo hubiera hecho de no haber sido porque mi doctor me llamó a las ocho de la mañana –justo cuando estaba a punto de salir a la oficina– para decirme que por ningún motivo saliera a la calle. Le pregunté el motivo y me contestó que estábamos en pandemia y que el virus no era ningún invento ni una ocurrencia, como pensaba mucha gente, sino un peligro real, un enemigo poderosísimo del que sólo se sabía el alto grado de letalidad. Sin medicinas ni vacunas, nuestra única defensa era el aislamiento riguroso. Lloré al imaginarme viviendo como prisionera. Mi doctor –que es lindísimo– me tranquilizó asegurándome que esa situación se prolongaría, cuando mucho, tres o cuatro semanas. Y ya viste, ¡llevamos año y medio confinados! Creo que es el motivo de que esté tan obsesionada con el virus. Mi obstinación me está causando mucho daño y de paso a ti. Desde hoy prometo que cuando te escriba o te llame no será para hablarte de los nuevos infectados o de cuánto ha crecido el número de personas en nuestros hospitales. Créeme: no volveré a empezar nuestra conversación como ayer, diciéndote que pasé una tarde fatal después de que supe los terribles estragos que el virus sigue provocando en India: ¡el primer productor de vacunas del mundo! Aumentó mi depresión el hecho de que ya esté aquí la nueva variante delta. En la radio dijeron que puede ser mucho más dañina y tal vez sea inmune a las vacunas que conocemos. Ayer, después de que nos despedimos, supuse que te había dejado agobiadísimo por tantas malas noticias –y todas acerca de lo mismo.
Seguí pensándolo y por eso me hice la promesa de que no volvería a mencionarte el Covid. ¿Ves que sé cumplir? En este mensaje te hablé de muchas cosas y sólo una vez me referí a eso. Me despido contenta porque sé que te quedas tranquilo. Hasta mañana. Juro que no mencionaré la horrible palabrita. Tenemos que mirar en otras direcciones, contarnos otras cosas ¿no crees?
II: Pan blanco
Pasadas las seis de la tarde, cuando se cierran las puertas del mercado, Inocencio regresa caminando a la Casa de Todos. Empezó a frecuentarla hace seis años, tres semanas después de haber recuperado su libertad. Al despedirlo, El Rana, uno de sus compañeros presidiarios, le pasó la dirección del albergue. De las siete de la noche a las siete de la mañana del otro día proporciona comida y alojamiento a hombres solos y desamparados que sin ese apoyo no tendrían más alternativa que vivir en las calles, en las alcantarillas o en los bajo puentes.
La Casa de Todos tiene un patio central con lavaderos. En lo alto está cruzado por lazos de los que cuelgan ropas miserables y ajadas. A pesar de eso, ya en muchas ocasiones han sido motivo de disputas, venganzas y amenazas de muerte que nunca se cumplen, pero divierten al resto de los huéspedes: hombres cuyas historias son turbias, se las lleva el viento y algunas tienen el pulso de la violencia.
Quienes asisten a la Casa de Todos pagan la atención haciendo pequeños servicios relacionados con el abasto, pero sobre todo con el orden interno y la limpieza. A Inocencio le corresponde levantar los platos después de la merienda. Su tarea le gusta, entre otras cosas, porque trabaja solo y tiene permiso de quedarse con los restos de pan que sus compañeros dejan.
Al acostarse utiliza como almohada su chamarra desteñida para evitar que alguien le robe los trozos de pan que guarda en el bolsillo. Algunas noches, mientras come los mendrugos, recuerda su infancia en el internado. Reconoce que estar allí no fue fácil: la disciplina era inflexible, los castigos severos, las raciones de comida escasas y nada más un pan a diario. A pesar de todo eso, Inocencio daría cualquier cosa por regresar a aquellos años, cuando las manchas rojas en su ropa y sus manos eran sólo de tinta.
III. El último deseo
Su delgadez y el tono cerúleo de su piel hacían creíble –dolorosamente creíble– el contenido del documento que JX llevaba perfectamente doblado en la cartera. Entre el membrete del hospital y una firma tan ilegible como puede serlo una radiografía para alguien ignorante de la medicina, estaba el mensaje que JX me pidió leer. En él, la eminencia –me refiero al abajo firmante– decía que lamentaba profundamente los resultados de los últimos exámenes, indicadores de que la enfermedad tendría un final por desgracia ya inevitable. Agregaba que como su médico de cabecera, su amigo y primo estaría siempre a sus órdenes. Abajo de la firma leí una postdata que nunca he olvidado: “Respeto tu decisión de no hospitalizarte. Creo en la ciencia, pero también en los milagros. Deseo que pases en plenitud y buena compañía el tiempo que te queda, y espero sea muy largo.”
JX me dio a leer el documento después de que varias veces había rechazado sus invitaciones a comer o, si lo prefería, a cenar. Si nunca me invitó a que tomáramos el desayuno –me dijo– fue para no darme motivo a desconfianza. Venció mi resistencia el dramatismo de la situación. Durante la cena, JX se mostró muy educado, amable, culto sin ser fatuo. Su galantería me sorprendió menos que su buen apetito. A juzgar por sus órdenes al mesero, pese a su enfermedad, no tenía restricciones en cuanto a condimentos o vinos –incluida la champaña que yo jamás había probado. Después de un brindis, JX se ofreció a llevarme a mi casa. Al llegar se bajó del coche, me abrió la portezuela y al tomarme de la mano me dijo con voz emocionada: “Gracias, muchas gracias por haber cumplido el más caro deseo de un moribundo.”
Pasé la noche en vela. Me hice ilusiones de un futuro dichoso aunque breve al lado de JX. Lloré. Al día siguiente me costó trabajo levantarme. En la oficina toda la mañana me sentí mareada y, de pronto, con ganas de vomitar. Corrí al baño. Cuando estaba encerrándome en la última cabina oí pasos en el corredor y respiré hondo para contener las náuseas. Riéndose, entraron Silvana y Doris a quien oí decir: “Te juro que, aunque entre nosotros no pasó nada, me alegro mucho de haber aceptado la invitación a cenar. Para mí fue de lo más agradable y para él muy importante. Lo sé porque al despedirnos besó mi mano y dijo: “Gracias, muchas gracias por haber cumplido el más caro deseo de un moribundo. Vomité.