Como anfitrión de la reunión de ministros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el presidente Andrés Manuel López Obrador pronunció un discurso en el cual recuperó la mejor tradición diplomática mexicana de defensa, sin cortapisas ni medias tintas, de la soberanía de nuestras naciones ante el permanente injerencismo de Washington. Cargada de simbolismo por efectuarse en el marco de la conmemoración del natalicio de Simón Bolívar, la alocución del mandatario retomó la bandera de la unidad latinoamericana con un llamado a sustituir a la disfuncional Organización de Estados Americanos (OEA) “por un organismo autónomo, no lacayo de nadie” que sea “mediador” en conflictos en las naciones sobre asuntos de derechos humanos y de democracia, pero “a petición y aceptación de las partes”.
López Obrador citó el ejemplo de Cuba al hablar de la difícil resistencia a las operaciones abiertas o encubiertas con que Estados Unidos ha buscado –muchas veces con lamentable éxito– pisotear la voluntad de los pueblos latinoamericanos e imponer su agenda en toda la región. Sus palabras resumen el ideario de quienes se ponen del lado de la decencia, de la legalidad internacional y de la democracia cabalmente entendida como autodeterminación: “podemos estar de acuerdo o no con la revolución cubana y con su gobierno”, dijo, “pero haber resistido 62 años sin sometimiento, es toda una hazaña” y “por su lucha en defensa de la soberanía de su país, el pueblo de Cuba merece el premio de la dignidad”.
Está claro que, dentro de cada nación latinoamericana, así como entre los diversos estados, existen grandes diferencias surgidas de la cultura, la clase, los avatares de la historia y las pertenencias e identidades étnicas o de otro tipo, pero es igualmente cierto que dichas diferencias pueden superarse en un marco de respeto si se dispone de una instancia multilateral comprometida con los intereses de la región, cuyos integrantes sean capaces de deponer sus fobias ideológicas en aras de alcanzar acuerdos y estén dotados de una incuestionable integridad personal que los ponga a salvo de las tentaciones imperialistas.
Ya no se escapa a nadie que tal instancia no es ni puede ser la OEA: desde su nacimiento, ese organismo fue una mera correa de transmisión de las directrices de Washington, pero bajo el secretariado de Luis Almagro se ha hundido en una ignominia sin precedentes al orquestar el golpe de Estado de 2019 en Bolivia; al transmitir la representación de Venezuela a un personaje burlesco sin más credenciales que el visto bueno del Departamento de Estado; voltear la vista o de plano criminalizar a las víctimas de la salvaje represión desplegada por los gobiernos de Chile y Colombia durante los pasados dos años; asumirse como punta de lanza del golpeteo criminal contra Cuba, y dejar patentes su carencia de escrúpulos y su obscena sumisión a los designios de Estados Unidos al enfangarse en reyertas en las cuales extravía cualquier sentido del decoro.
Por el bien de todos los pueblos latinoamericanos, cabe esperar que prospere la iniciativa para poner en pie un organismo a la altura de los desafíos que enfrenta la región y, a través de él, revitalizar la hoy tan lejana como necesaria integración. La primera señal de independencia y pluralidad de tal plataforma habrá de encontrarse en la inclusión de Cuba como miembro de pleno derecho.