En el hondo azul del agua acumulada de una presa, un hombre emerge, flota, nada, rumbo a la dura y simétrica estructura de concreto que la contiene. Es en dicha masa en la que aparece Lobo (Armando Hernández) completamente desnudo, casi a la deriva, un obrero metalúrgico, silencioso e incomunicado, un ser violento en medio de la agreste e irrefrenable violencia de su entorno, sujeto a una sola certeza: su amor por Paloma (Paloma Petra), empleada en una maquiladora, que extraña a su hermana Vanessa (Mónica del Carmen) y al resto de su familia en Linares.
El amor es un acto nutricio que revitaliza y vigoriza, pareciera ser la consigna de La Paloma y el Lobo (México, 2019), el largometraje debut del regiomontano Carlos Lenin Treviño. Incluso en las circunstancias más adversas, la atracción, la pertenencia y el cariño, emergen entre las ruinas de la violencia y la muerte que ha dejado el narcotráfico lo mismo en las plantas industriales que en las escuelas secundarias, en las vías ferroviarias, en las fiestas de quince años o en esos largos pasillos, apretados y asfixiantes, incómodos de tan repletos de objetos, que son las viviendas populares del norte del país.
Un mundo en que dicha vida cotidiana está enmarcada en muros derruidos, frías estructuras graníticas, paredes grafiteadas, impasibles luces de neón o simples restos de construcciones sin techos ni ventanas, que se constituyeron en el doloroso y muy sufrido proceso que fue la transición de estudiante a cineasta para el realizador.
“De alguna manera es la mirada de una víctima”, relató el director, fotógrafo y guionista, quien confiesa haber experimentado la violencia, específicamente del narcotráfico, en primera persona, por lo que le interesaba compartir honestamente las historias afectivas pero también de la normalización de los asesinatos, torturas y desapariciones que suceden comúnmente en el país desde hace ya un par de décadas.
“Entender que el amor es un acto de resistencia, de alguna manera, es un horizonte, es una posibilidad, es una definición. No es nada sencilla la acción de salir a la calle, cruzarla y decirle a alguien que lo quieres mucho en este contexto específico, estando tan lastimados como sociedad, como individuos, ante estos embates constantes y sistemáticos, porque nos pegan por todos lados. Me interesaba compartir honestamente mi manera de ver estas historias y también cómo me sentía”, explicó.
Rescribir la ópera prima
En 2017, el cineasta participó y ganó la convocatoria del programa de Óperas Primas de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de la UNAM –de la que es egresado– lo que le condujo no a comenzar el rodaje sino a un largo y complejo proceso de preproducción y de rescritura del guion para filmar un año después, iniciar su recorrido por festivales en 2019, en el 72 de Locarno –además de Tolouse, La Habana, Morelia, Los Cabos, Ficunam o Black Canvas– y, finalmente, estrenar con las restricciones naturales a la pandemia en la cartelera mexicana el pasado jueves 22 de abril.
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Tras ganar el estímulo en que participan la UNAM, Imcine y el extinto Fondo para la Producción Cinematográfica de Calidad, el director descubrió que la anécdota que idealmente describía y que poseía ciertas implicaciones narrativas, principalmente un final más esperanzador o feliz, no se correspondía con la realidad de las personas que atravesaban las peripecias de sus personajes en la vida real.
“En primer término, me enfrenté con un golpe de realidad, tanto con mi familia como en mi círculo directo. Me pareció poco honesto seguir terco en filmar una película en la que yo ya no creía y gracias a mis asesores me puse a rescribir. Fue un ejercicio muy doloroso pero honesto y fue el momento en el que más miedo tuve antes de filmar, mientras se estaba gestando porque permití que se transformara frente de mí y tenía a todo el crew esperando el texto sobre el que íbamos a trabajar”, rememoró el director.