En febrero, Janet Yellen, la secretaria del Tesoro de Estados Unidos, anunció a sus homólogos del G-20 la decisión de cancelar la previsión de “Puerto seguro” que, desde 2019, amparaba a los gigantes digitales (Amazon, Google, Facebook, Apple …) para facturar y hacer transacciones financieras desde paraísos fiscales. En otras palabras: evadir cantidades monumentales de impuestos. Desde finales de la década de los 90, el carácter supraterritorial de la red permitió a las industrias del Big Data situar libremente sus sedes fiscales en países que los exoneraban de obligaciones frente al fisco. Al parecer, la pandemia y la consiguiente hyperdigitalización de la vida cotidiana han llevado la situación al límite. Tan sólo entre 2019 y 2021, su índice de concentración de capital aumentó 14 por ciento, una cantidad inimaginable.
En los últimos dos meses, la posición de Washington se radicalizó aún más: inicialmente se pensaba en un impuesto de 15 por ciento, ahora la cifra subió a 20 por ciento. Y los ministros del G-20 parecen coincidir. Se trata de una medida realmente inesperada, incluso insólita. Para darse una idea de los ingresos que esto representa, en Francia se calculó que podrían ascender a ¡2 por ciento del PIB general! De alguna manera, todo esto recuerda la demanda del Foro de San Paulo y el ATTAC de los movimientos antiglobalizantes de la década de los 90 de imponer impuestos globales para compensar la transferencia sistemática de capitales –¡sólo que ahora como vindicación del Departamento del Tesoro!–
¿Qué ha llevado a los Estados de los países centrales adoptar un súbito giro de 180 grados frente al corazón mismo del proceso de globalización, es decir, las industrias del mundo cyber? ¿Después de este impuesto global, seguirán otros, como, por ejemplo, el olvidado Tobin Tax, concebido para regular las transacciones financieras y dificultar el paso a las inversiones rapiña? Por cierto, una de las propuestas centrales de Thomas Piketty para redistribuir la riqueza a escala mundial.
Acaso habría que recordar la sentencia de Blanqui frente al colapso que desembocó en las rebeliones (y revoluciones) de 1848: “No hay un termómetro más exacto de una crisis de Estado que el momento de la desesperación por hacerse de impuestos a cualquier precio”. Las cosas son hoy, por supuesto, muy distintas, aunque algo hay de verdad en ese axioma. Tal vez no nos hemos percatado que bajo la detención de la maquinaria social y económica provocada por la pandemia se ha larvado una severa “crisis de Estado”.
1. Ya sea porque han gastado su superávit o han crecido sus deudas, los Estados nacionales se acercan, como lo advirtió Angela Merkel el mes pasado, a un “punto de inacción”. Son ellos quienes han asumido el reto de mantener el gasto social para sostener a sus sociedades a flote. Pero todo tiene límites. El impuesto digital contiene el mensaje de que ahora le toca también al capital poner su parte.
2. Los gigantes digitales han situado al Estado frente a un abismo: no sólo representan centros de acumulación a una velocidad inaudita, sino que condensan al general intellect de lo privado en todos sus ámbitos, es decir, de la producción de un sin-sentido en el ámbito de lo público, que es el de lo político. Entre la verdad fake y la política fake la distancia es cada vez más estrecha. No es improbable que en un momento el Estado considere a la red y sus agentes como hoy entiende a las carreteras, las escuelas o la salud pública. Simplemente, otra parte de su ámbito. En Uruguay, por ejemplo, todo el mundo agradece a la presidencia de Pepe Mujica la gratuidad de un eficiente wi-fi.
3. ¿Qué parte de los 60 millones de desempleados (en el mundo central) engendrados durante la crisis de la pandemia no son más bien el resultado de la digitalización salvaje de la vida cotidiana? Lo que no queda claro en la propuesta del G-20 es el destino del “impuesto digital”. Podría también ser empleado para pagar las deudas nacionales y sacar a la banca de su estado actual de inanición, lo cual no aliviaría nada. ¿Cuánto tiempo se podrá esgrimir la amenaza de la pandemia para desmovilizar protestas (como Black Lives Matter en Estados Unidos), rebeliones (como en Chile) o insurrecciones (como en Colombia)? Por lo pronto, China, con su acostumbrada verticalidad, ya adoptó previsiones: el impuesto a sus gigantes digitales es de 20 por ciento y les ha prohibido actuar en los ámbitos del pequeño y el mediano comercio, favorecer la privatización de la educación y reducir los salarios de sus empleados ad absurdum.
4. Alemania ha optado por otro camino. Crear sus propias industrias digitales bajo un “espíritu social”. Tienen que entregar una parte de sus ganancias a mejorar la ecología, la salud y la educación. Una extraña conjunción entre capitalismo y anti-concentración del ingreso.
Y, sin embargo, nada de esto logra ahuyentar las malas noticias en Wall Street, que hace una semana prendió los focos rojos por primera vez en los recientes cinco años.