Hoy nuestro país acoge la reunión de ministros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), cita que cobra un carácter especial por inaugurarse en el 238 aniversario del nacimiento de Simón Bolívar, Libertador de América y figura insoslayable en la identidad y el pensamiento latinoamericanos.
Con motivo de este doble evento, el miércoles se presentó un billete de la Lotería Nacional dedicado al prócer y el jueves se realizó una ceremonia para nombrar Simón Bolívar, el Libertador al patio central del Instituto Matías Romero, donde se forma y capacita el cuerpo diplomático mexicano. En la presentación del billete conmemorativo, el canciller Marcelo Ebrard recordó que “si se aspira a que los intereses y las causas de América Latina y el Caribe tengan cada vez más peso a nivel internacional, y que se nos tome en cuenta y se nos respete, tenemos que actuar en conjunto, no por supervivencia, sino por trascendencia para la civilización que representamos en conjunto”.
Con estas palabras, el encargado de la política exterior mexicana evocó el más perdurable legado de Bolívar: la claridad y la presciencia con que ubicó en la unidad la condición para que las naciones latinoamericanas conservaran la independencia tan duramente obtenida, así como para que cumplieran los anhelos de los cientos de miles de americanos que empeñaron la vida en las gestas libertadoras y la forja de todas las patrias nacidas tras la expulsión de los imperios europeos.
Lamentablemente, ya en vida de Bolívar los gobernantes de la región enfrascaron a sus pueblos en una dolorosa serie de guerras civiles y necias confrontaciones internacionales que, amén de causar incuantificables pérdidas materiales y humanas, dejaron a sus países a merced de las potencias de las que pretendieron librarse y abrieron las puertas a nuevos agentes injerencistas. Ávidas de los recursos naturales y la mano de obra de los latinoamericanos, las viejas metrópolis europeas y el naciente imperialismo estadunidense envolvieron a las jóvenes naciones del subcontinente en un círculo vicioso de endeudamiento y dependencia que destruyó sus economías y minó su soberanía hasta convertir a muchas de ellas en verdaderas repúblicas bananeras , estados con una independencia meramente nominal cuyo poder efectivo residía en la embajada de Washington.
Si la oleada de gobiernos progresistas que, con muy distintos matices, surgieron a inicios del presente siglo permitió levantar organismos multilaterales al margen del largo brazo del Departamento de Estado y revitalizar el sueño bolivariano, la deriva derechista de la última década trajo un retroceso cuyos daños son difíciles de calibrar. La inocultable adicción a los mandatos de Washington por parte de varios de los gobiernos representados en la reunión de la Celac permite abrigar pocas esperanzas de avances en la construcción de una agenda regional desde arriba, y por ello es más urgente que nunca que los ciudadanos de toda América Latina y el Caribe se desmarquen de la abyección de las élites y hagan realidad el sueño expresado por el Libertador cuando dijo que “la unidad de nuestros pueblos no es simple quimera de los hombres, sino inexorable decreto del destino”.