La llegada a la presidencia de Perú de Pedro Castillo es una gran victoria política de las fuerzas de izquierda, populares y progresistas agrupadas en torno a su candidatura. Llamada sin duda a tener una sensible repercusión, no sólo en el importante país andino, sino en la geopolítica de América Latina y el Caribe. La corta distancia entre los votos alcanzados por él y los de su rival Keiko Fujimori, los insólitos 42 días que ha debido esperar desde su elección para ser proclamado presidente, la feroz campaña durante ese tiempo del fujimorismo, las élites locales y los medios hegemónicos para crear la matriz de un fraude electoral y deslegitimar su victoria, lejos de disminuirla, la engrandecen. Cada voto a Pedro vale, cuando menos, por dos de su adversaria, pues labró su triunfo sin disponer apenas de recursos, mientras ella gastaba una millonada; con la prensa, los grandes capitales y la derecha internacional disparando hasta hoy mentiras contra el maestro cajamarquino de 51 años.
Inscrito como candidato el último día del plazo establecido, su campaña fue boca a boca, a lomo de su yegua o en camiones, de pueblo en pueblo, en mítines a veces envueltos por las nubes andinas. Fue tan cerca de la gente que se contagió de Covid-19, lo que le valió muchas simpatías en una nación minada como pocas por la enfermedad, gracias a la corrupción gubernamental. Aunque no tuvo asesores de imagen, ni agencias de publicidad ni granjas de bots, no desdeñó las nuevas tecnologías y los videos, circulados en el país, con sus discursos en nutridos mítines del empobrecido VRAE (Valle de los ríos Apurimac, Ene y Mantaro), ganaron la admiración de muchos.
Su victoria significa la esperanza de las grandes mayorías en Perú de sacudirse tres décadas de predominio ultraneoliberal iniciadas por el corrupto y autoritario fujimorismo, cuya nefasta influencia en ese periodo sobre el poder político y económico puede llegar a su fin más temprano que tarde. Significa también el arribo a la casa de gobierno de Lima, del Perú profundo, originario y de los cholos, de la sierra, la Amazonia y las zonas urbanas marginales y empobrecidas de la costa, hombres y mujeres que no han sido escuchados por siglos y que han vivido una amarga pesadilla de creciente desigualdad, marginación e injusticia con la aplicación a sangre y fuego de las políticas del Consenso de Washington. Esas que arrasaron –como en México, Argentina, Brasil o Chile– con el sistema de empresas públicas, con el control por el Estado de los recursos naturales y, en consecuencia, con la soberanía del país. Gran parte de ese patrimonio fue rescatado para la nación durante la presidencia del general cholo Juan Velasco Alvarado (1968-75), que elevó la dignidad nacional al nacionalizar el petróleo, realizar una reforma agraria que partió el espinazo para siempre a la reaccionaria oligarquía tradicional, dio una orientación de independencia en política exterior al país y lo colocó en la vanguardia de nuestra América junto a la Cuba de Fidel Castro, el Chile de Salvador Allende y el Panamá de Omar Torrijos. Ahora podrá Pedro Castillo tejer lazos con los gobiernos populares, progresistas y revolucionarios de la patria grande y, por encima de banderías políticas, fomentar relaciones de amistad con los países vecinos.
En su frontera occidental lo arropa la rebelde Bolivia de Evo Morales y Luis Arce, y es muy probable que en noviembre cuente con un gobierno popular a su extremo sur, en Chile. No escapa a ningún observador medianamente informado lo que podrían hacer juntos estos gobiernos y el de Argentina. Entre otras acciones, pueden restaurar la Unasur –destruida por la saña del traidor Moreno en complicidad con los otros gobiernos de derecha de la zona–, fortalecer la Celac, tan acertadamente conducida por México en esta etapa, desarrollar proyectos económicos conjuntos, incluso con los gobiernos de derecha que se dispongan. En el caso de Chile y Perú regresar, como ya lo hizo Bolivia, al Movimiento de Países no Alineados. Recuperar, en fin, una política de paz, cooperación internacional y rechazo al uso de la fuerza y el intervencionismo.
Pedro Castillo arriba a la presidencia con la herencia maldita del neoliberalismo más salvaje y un país roto por una larga y profunda crisis política y por la pandemia, ante una derecha que no le dará tregua y deberá vérselas con un Parlamento atomizado donde de 130 puestos sólo cuenta en principio con los 42 que suman la alianza de su partido con Juntos por el Perú-Nuevo Perú, de Verónika Mendoza. Se verá forzado a negociar para sacar sus iniciativas, pero cuando eso no le baste, pues la derecha no dejará pasar, por ejemplo, su proyecto de convocar a una Asamblea Constituyente, contará con la posibilidad, como sugería recientemente el ex guerrillero y académico Héctor Béjar, de llamar al pueblo a movilizarse, una valiosa tradición peruana.
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