De nueva cuenta, el dúo de articulistas del cotidiano Reforma vuelve a sus andadas predilectas: el ataque frontal al Presidente. Uno de ellos, en las páginas de opinión domingueras, es Luis Rubio y, el otro, abajo a la derecha, es Mayer Serra. Entre ambos, no dejan escapar algún punto secundario del discurso, cualquier inflexión de voz o dato que sea posible usar para desencadenar una serie de críticas terminales. La del pasado domingo de Rubio termina decretándole al gobierno algo singular, una hecatombe. Algunas veces llegan hasta el insulto a la persona, tal como ahora hace uno de estos egregios personajes del “alto mundo académico e intelectual”. En efecto, el señor Rubio se va hasta París y rescata de su tumba al Napoleón de Los Inválidos, para recordar una del montón de frases famosas de ese destructivo emperador. Bonaparte, dice Rubio, presenta una dicotomía de atributos para tipos de gobernante. La hace suya y le busca uso a la medida: la grandeza para el estadista es una y, la otra, simple mezquindad. Claro está que a AMLO, según este apuntador instantáneo, le ensarta la mezquindad. De la posible grandeza ya ni hablar. De ello el tabasqueño, según fulminante determinación del crítico, no entiende nada.
Pero eso sólo es una manera de plantear su diatriba. A continuación echa mano de un arsenal por demás manido. Le sorraja al proyecto presidencial la determinación de apartarse del desarrollo institucional que tuvo lugar en las pasadas décadas. Justo de esos tiempos en los que el señor Rubio alquiló buena parte de su discutible talento neoliberal. Reconoce que AMLO está abocado, bajo una firme visión personal, a la construcción del país. En esto acierta, de verdad, en su crítica. Pero, al matizarla y para no agradar a seguidores de AMLO, recala en otra figura a modo para cimentar su alegato: la poderosa presidencia de los años 70. Una época que, según posturas de varios intelectuales renombrados, funge como espejo central para este nuevo gobierno. Pero, para aquellos que vivieron esos tiempos, dice Rubio, bien pueden testimoniar el sufrimiento causado. Atribuciones que, ahora, López Obrador les reconoce y pretende imitar. Es, de verdad, una necedad que se ha repetido hasta el cansancio y, con ello, creer que se ha encasillado a López Obrador como un idólatra del pasado. Usan, una y otra vez la ruta para fustigar al Presidente en su predicada intentona concentradora y autoritaria: deriva, le dicen y publican su denuesto consiguiente en sendo desplegado. Queda así demostrada la vigencia de tan nefasta deriva.
Estas florituras no tendrían gran sentido, ni siquiera como reproches, si no desembocaran en la defensa del modelo concentrador y autoritario al que Rubio se adhiere con solapada actitud. Por casi 40 años, este modelo de gobierno tuvo, en sus gerentes y directivos, algo que Rubio le achaca al desarrollo estabilizador: desorden, lujuria y frivolidad. Justo las características del periodo neoliberal a cargo de Peña, Calderón, Salinas y Fox. Pero Rubio no se arredra en su quiebre conceptual. Él ve, en el mundo, la vigencia de un modelo bien conocido de injusticia y desigualdad al que quiere retornar a México. Poco importa si las famosas reformas, que sostiene como adecuadas, hayan sido impuestas desde fuera y hayan causado la expulsión del bienestar a millones de mexicanos. Y es por este pequeño detalle de trascendencia innegable, que los electores decidieron expulsar tan nefasto modelo junto con sus reformas, llamadas estructurales.
Por último, el repetitivo señor Rubio rebota, sin tregua, la pelota de la construcción de instituciones. Mismas que, por designio de algunos exquisitos y profundos opinócratas “reconocidos”, el Presidente de todos los mexicanos se ha dedicado a derribar. Bien se puede solicitar, a quien lo desee comprobar, que salga a la calle para toparse con las piedras, los restos caídos de la destrucción predicha y lograda. Citan, en su lista de maldades, al Seguro Popular como ejemplo, también las guarderías clausuradas o al aeropuerto cancelado. Las vendettas contra los organismos autónomos es otra ruta predilecta, aunque todos estén intactos. La reconstrucción de más de 500 instalaciones de salud dejadas en abandono; las decenas de miles de trabajadores de la salud contratados ante la evidente carencia dejada en herencia; el mismo organismo de remplazo para garantizar salud universal en vías de consolidación. Nada de ello se mencionan como repuesto de la destrucción neoliberal. El honesto esfuerzo para sustituir el viciado sistema de compras de medicamentos, ciertamente una labor compleja y desgastante, se lleva a cabo contra viento y denuestos.
Bastaría mencionar programas, ya convertidos en ley, como la pensión a todos los mayores de 65 años, para demostrar el empuje constructivo, justiciero y transformador de este vilipendiado gobierno. Aunque, ciertamente, la lista puede alargarse mucho más.