Con el título Felipe Ehrenberg: testamento, el Instituto de Estudios de Arte Latinoamericano (Islaa, por sus siglas en inglés) exhibe 34 collages del pintor y neólogo en su galería de Nueva York.
En torno a la exposición, han sido organizadas mesas redondas entre historiadores y expertos de arte, así como la difusión de un video donde Lourdes Hernández, su viuda, dice: “Felipe iba trabajando sus recuerdos con cuanto tenía atesorado en sus cajas”. Cajones donde acumuló “pegotes, sobras y sobres” que extraía cuando se hacía la misma repetitiva e intermitente pregunta: “Ahora, ¿qué hago?” Cajas mágicas, cajas de sorpresas. En ellas, Lourdes ve las miles de señales dejadas por el pintor y neólogo, como lo llamó Fernando del Paso, para comprender quién era o, al menos, qué buscaba, a dónde iba, a qué aspiraba.
De esas cajas brotan tarjetas postales, papelitos anotados o con los esbozos de unos dibujos, recortes de periódicos, pedazos de fotografías, las alas de una mariposa conservada entre las hojas de un libro durante años, poemas, apuntes, esbozos, frases leídas en un volumen o en una pared, ideas, preguntas sin respuesta, vestigios de pensamientos efímeros, retratos, trozos de calendarios Ehrenberg (1943-2017) se dejaba esas señales a sí mismo acaso para ayudar su memoria a recordar, a no olvidar.
Felipe, “actor de su propia obra”, como dice Lourdes Hernández, fue un artista voraz y proteico, capaz de incursionar en las más diversas actividades. Curioso insaciable se adentraba en nuevos distintos dejándose extraviar en ellos para tratar de tocar lo desconocido.
Ehrenberg se consideraba a sí mismo: artista, cronista, editor, actor, profesor, político, diplomático, organizador y viajero incansable. Y neólogo, siempre en busca de lo nuevo, de la revelación.
Viajó de un lado a otro del planeta, editor, con otros artistas, de Beau Geste en Inglaterra, diplomático en Brasil. Viajó también en el interior de la laberíntica Ciudad de México: vivió un tiempo en Tepito, donde contribuyó a reconstruir el barrio víctima del temblor de 1985.
La exposición Felipe Ehrenberg: testamento, 1968-2017, magistralmente organizada por la curadora Olivia Casa, del Islaa, forma un abanico de collages que abre las puertas a las más diversas preguntas y enigmas. La preocupación de este pintor por la muerte está presente. Hay señas y huellas de sus altares de muertos en la tradición mexicana, manera radical de plantear la verdadera cuestión de la vida. Lo que impresiona y retiene, sobre todo, la atención es la interrogación cotidiana repetida por este artista sobre el camino que debe tomar, sobre el sentido de lo que hace, de lo que debe hacer, de lo que es necesario hacer.
Esto es menos el signo de una duda que la prueba de la fidelidad a la vocación inicial del creador, lo cual corresponde de manera fundamental a la actitud de un auténtico y apasionado investigador.
A Picasso le gustaba decir por provocación y seguro de obtener su efecto: “Yo no busco, yo encuentro”. Ehrenberg prefirió repetir cada día que él busca, dejando a los otros el derecho de decidir si él encontró. Es una gran lección. Y lección matizada con su sentido del humor constante, lejos de la seriedad pontifical.
La actual exposición en Nueva York ayuda a descubrir el sentido de la obra de Felipe Ehrenberg alertándonos, aquí y allá, con el color estruendoso de una falda roja o una cabellera rubia, la pin-up atrapada y recortada en un viejo calendario, el terrible engranaje de una sospechosa máquina. Tantos y tantos objetos disparates que aparecen en la escena del teatro de la vida, tras cuyas bambalinas la muerte, disimulada, envía señas con sus guiños para advertirnos de su presencia constante, imperecedera, en el corazón de la vida.
Sin duda, Ehrenberg encontró. Supo también interpretar el significado de esas señales a lo largo de la obra que nos lega en su testamento. Obra de un hombre que se rió de la muerte porque “lo bailado nadie me lo quita”.