La pretensión humana, asociada con la idea comúnmente mantenida del significado y contenido del progreso, se basa en la convicción de que dominamos al planeta. Esto implica una relación crecientemente conflictiva con la naturaleza, a la que solemos ver como algo ajeno a nosotros, externo, que nos pertenece, y está a nuestro servicio, para ser usada con el mayor provecho posible. Hay cada vez más muestras de lo errónea que es esta concepción.
Recientemente, el Political Economy Club, fundado en Londres hace 200 años por el pensador escocés James Mill y entre cuyos miembros originales estuvieron Thomas Malthus, reconocido por su teoría de la población, y David Ricardo, figura clave de la llamada economía clásica, junto con el diario Financial Times, convocaron a una celebración de aniversario ofreciendo un premio.
Se trató de la presentación de un ensayo sobre dos temas de relevancia del pensamiento de Malthus y Ricardo. Uno de ellos en torno al debate sobre el cambio climático, asunto cada vez más relevante, como puede apreciarse en una diversidad de fenómenos que se manifiestan de manera más visible y con severas repercusiones sociales.
El ensayo ganador lo escribió Joe Spearing con el título: Tenemos que ver más allá del mercado para vencer al cambio climático. Lo tomo como una referencia para hacer algunas consideraciones al respecto.
Malthus y Ricardo compartían una visión acerca de la relación entre la naturaleza y la economía. El primero con la desesperanza basada en su visión lúgubre sobre la naturaleza humana y la convicción de que los humanos somos irremediablemente autodestructivos. El segundo mantenía la expectativa de que pueden crearse diversos esquemas para aliviar la condición humana, especialmente por medio del mecanismo de los precios.
La naturaleza era para los dos una condición dada, separada de la sociedad y valiosa sólo de modo instrumental. Como señalaría después Marx, se alienaba a la naturaleza, cuando lo que ocurre es que los seres humanos participamos de un intercambio continuo con ella, mismo que se reproduce en el proceso productivo. De tal modo, la naturaleza no puede ser vista como una mera traba para la acumulación.
La separación que se crea entre lo humano y lo natural y la competencia que se crea en un entorno generalizado de producción de mercancías y la fijación de sus precios relativos, acarrea la degradación del medio ambiente en favor de consideraciones productivas de corto plazo que, progresivamente, debilitan los contrapesos que podrían establecerse. El horizonte de conservación de los recursos naturales y de protección general del medio ambiente, como ocurre con el calentamiento global, tiene que ampliarse y eso requiere de cambios significativos en la manera en se concibe a la sociedad y el ámbito de lo público.
Dice Spearing: “La interacción de la humanidad con la naturaleza está crecientemente mediada por el motivo de las ganancias, la naturaleza queda reducida a una inconveniente limitación para un aumento constante la producción y el consumo. En la práctica esto lleva a la desforestación, los cambios en el hábitat y la degradación de los ecosistemas”.
El cambio climático es parte de esta relación problemática del modo de producción y consumo vigentes. Tiene que ver con una serie de condiciones expresadas en los precios, como ostensiblemente ocurre con la utilización de la tierra y la energía, ambas con repercusiones diversas sobre el deterioro de la atmósfera.
La naturaleza no es un mero obstáculo, un factor poco conveniente para la producción y generación de ganancias. Esa condición previene el surgimiento de alternativas que la protejan.
Los precios no son en este sentido una señal completa, lo que choca con las formas prevalecientes de acumulación y de reproducción en la sociedad. Los costos de producción no incorporan los costos sociales y esta divergencia es cada vez más notoria y riesgosa. En Estados Unidos se debate la aplicación de una tarifa al carbón que se impondría a los países que no aplican las limitaciones a la emisión de gases invernadero, una medida parcial y con diversas repercusiones.
Al respecto, Spearing sintetiza el siguiente argumento: el cambio climático no expresa una falla del mercado, sino varias. Entre ellas aparecen, por ejemplo, los bienes públicos de alternativas de transporte y de la necesaria infraestructura para sostener otras formas de consumo; las fallas que afectan el surgimiento de nuevas tecnologías y su utilización; la estructura de los mercados financieros que genera fricciones en la asignación de las inversiones a proyectos menos contaminantes. A eso se suman las muy variadas condiciones de las políticas públicas requeridas para confrontar las fallas del mercado.
Las regulaciones impuestas por los gobiernos adoptan nuevas formas y alcances distintos, pero esto sigue siendo, para los capitales, un verdadero anatema en el sistema. Las políticas públicas aparecen como formas de intervención en un entorno en el que los ajustes relativos a la relación con la naturaleza son una exigencia primordial.