Tras el alzamiento indígena zapatista de Chiapas en 1994, muchos nos preguntábamos, sabiéndolo ocioso, qué hubieran pensado Julio Cortázar y Guillermo Bonfil Batalla de haber vivido para verlo. Preguntárselo por Cortázar era un asunto sentimental y literario, una exageración de ultratumba. En cambio, el “si hubiera” de Bonfil apuntaba a una ausencia real y significativa. No hacía ni cinco años de su muerte y una serie de eventos extraordinarios entre los pueblos indígenas de México desencadenaban una revolución mental, política, cultural e identitaria. También en otras partes del continente americano.
Etnólogo lleno de curiosidades, emprendedor y sensible, pertenece a una generación que todavía soñaba con crear instituciones para el conocimiento y encabezar proyectos conjuntos de investigación y creación de libros, colecciones, revistas. Por eso se entendía con gente como Pablo González Casanova, Enrique Florescano, Carlos Monsiváis y su amigo de toda la vida, aunque al final no tanto, Arturo Warman. Como éste, Bonfil venía del indigenismo clásico que desembocó en los años 60, cuando dio sus mejores frutos antropológicos y agrarios. Los antropólogos comenzaron a escribir como historiadores.
La sensibilidad y la inteligencia de Guillermo lo guiaron para surcar los suelos de México en una clave cultural no paternalista, más moderna que el mero pintoresquismo entonces en uso, única manera de ver al indio desde la sociedad dominante. Nadie como él dio mayor sentido teórico y práctico al concepto “culturas populares” entendidas como indígenas. Pues, a lo largo de años pisando milpas y escuchando músicas y cantos en lenguas, explorando el maíz en el paladar y el pensamiento, conociendo las raíces verdaderas de los pueblos, comprendió lo suficiente como para postular, con gran precisión, la idea de una “civilización negada” pero viva, una auténtica civilización, diferente de la neoeuropea característica de toda América. Una construcción humana vasta como otras grandes civilizaciones milenarias, no desaparecida pero sí enterrada: el México profundo.
Así tituló su libro más conocido, de esos que muchos mencionan y algo saben sin haberlo leído. Más que un lugar común, acuñó un concepto nítido, opuesto al México “imaginario”, como cruelmente caracterizó a la nación dominante. La academia de la época y el indigenismo consideraron utópico su México profundo: una civilización negada (1987). Desde su maestro Gonzalo Aguirre Beltrán hasta su condiscípulo fraterno Arturo Warman; en resumen, estaba “idealizando al indio”.
Bonfil llevaba tiempo dando guerra con eso. Adquirió presencia continental sin afiliarse al marxismo del sur ni al funcionalismo del norte, fertilizó los debates con la fundamental antología Utopía y revolución, donde consolida con documentos vivos la idea de una civilización en lucha. No sé qué tanto previó una literatura en lenguas originarias, ni un levantamiento armado de los mayas chiapanecos, ni el poderoso pragmatismo cultural y político de los wixaritari o los pueblos de la Montaña de Guerrero. Fue uno de los primeros en discutir en serio la autonomía y la autodeterminación como horizonte vital de los pueblos. Y del interés nacional por la “tercera raíz” afrodescendiente.
Y si uno se pregunta por qué comprendió tan lúcidamente a los indígenas, concluye que fue porque estuvo entre ellos solidario, comprometido, humilde, infinitamente curioso, valiente. Nunca dudó de qué lado estaba, aun incrustado en la administración pública o la academia inmaculada. Fallecido en 1991, no tuvo tiempo de presenciar el estallido y el despertar de los indígenas, catalizado en 1992 como revancha a los fastos estériles del “quinto centenario” del rey de España y los presidentes de Portugal y América. Un fantasma sacudió al continente con protagonismo mayor en Ecuador, México y Bolivia, y ecos poderosos en Guatemala, Chile y Perú.
Pero sí alcanzó a ver venir (y ver llegar) al neoliberalismo, coronado en México por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, usurpador del Estado nacional. Nadie como Guillermo Bonfil argumentó contra el desastre cultural que significaría el pionero Tratado de Libre Comercio que fatalmente nos unció a Estados Unidos a partir de la década de 1990. Cada día Guillermo resultaba más incómodo. Lo ilustro con uno de mis últimos recuerdos de él. Tengo otros, también muy últimos, sobre todo a partir de 1988-89. En uno aparece radiante, enamorado, renacido casi, como un día me confió en San Cristóbal de Las Casas al calor de bastantes tragos.
Debía ser 1990, en una reunión excepcionalmente concurrida y caliente del entonces numeroso consejo editorial de la revista Nexos, donde era una figura determinante. Guillermo se levantó de su silla al discutir la legitimidad del gobierno salinista, por el cual la revista había optado claramente bajo la vivaz dirección de Héctor Aguilar Camín, y dirigiéndose a su amigo de toda la vida Arturo Warman, flamante director del Instituto Nacional Indigenista y promotor incondicional del nuevo presidente, exclamó: “¡Ustedes se robaron la elección! Saben que no ganaron y no se lo merecen”.
Fue un cubetazo de agua fría, cuando la discusión ya subía en el termómetro de los ánimos. Recuerdo entre los presentes a Florescano (fundador de Nexos), Monsiváis, González Casanova, Alejandra Moreno Toscano, Soledad Loaeza, los Aguilar Camín, los Pérez Gay, Lourdes Arizpe, José Blanco y muchos más. Creo que también estaban Elena Poniatowska, Adolfo Gilly, Rolando Cordera, José Woldenberg y un ex director de El Colegio de México.
Intensas e interesantes, las juntas mensuales se habían reactivado recientemente, luego de años de existencia más bien nominal del consejo. La intervención de Guillermo hizo que fuera la última. Trazó una grieta importante, que dejó de un lado a una minoritaria izquierda al volverse Nexos un órgano del régimen neoliberal; la raja terminaría por quebrarse después de enero de 1994, cuando la revista se pronunció inmediatamente por el exterminio de la guerrilla indígena.
Como otras cosas, también esa guerra indígena Bonfil la debió suponer posible. Cuánta falta hizo su voz en los Diálogos de San Andrés en 1995-1996 para contrarrestar el discurso tóxico del salinismo-zedillismo militarizado y la mano maestra de Warman para frenar la autonomía indígena y atizar la guerra de contrainsurgencia, con los resultados que todos conocen.