“El pasado nunca ha muerto, ni siquiera ha pasado” (William Faulkner). Adiós a la memoria (2020), tercer largometraje documental del argentino Nicolás Prividera ( M, 2007; Tierra de los padres, 2011), reconstruye a partir del archivo fotográfico de su padre y diversos videos caseros, la crónica afectiva del cineasta con ese hombre ya viejo aquejado ahora con una enfermedad terminal que inexorablemente le destruye vastos territorios de su memoria. Dividido en siete segmentos y un epílogo, el filme ofrece la confidencia íntima del hijo que recuerda la larga ausencia de su padre a partir de 1976, la desaparición también de su madre (evocada en su primer documental, escuetamente titulado M), y el regreso, muchos años después, de ese padre que confunde ya los nombres y las filiaciones de sus seres queridos. Esas remembranzas familiares se fusionan a su vez con el ejercicio de una memoria colectiva incapaz de pasar en silencio un pasado ominoso, los largos años de una dictadura militar que al tiempo que impuso la fórmula neoliberal también multiplicó atropellos, torturas y desapariciones, al imponer un clima de terror permanente.
Lo que pudiera parecer una íntima evocación nostágica inoportunamente intervenida por un discurso panfletario, se vuelve un rico mosaico de referencias políticas y artísticas que toman el pulso a la vida pública de un país y al propio flujo de memoria del cineasta. En la pantalla se suceden las alusiones a Antonio Gramsci y su crítica cultural y al legado militante de Louis Auguste Blanqui, “padre de las insurrecciones” durante la Comuna parisina en 1870. En el arsenal de imágenes fílmicas relacionadas con la soledad y el encierro, el exilio interior y la voluntad de preservar la memoria, figuran extractos de una cinta muda basada en la novela El conde de Montecristo de Alejandro Dumas, y también de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), con su fuerte carga de romanticismo en tiempos desoladores. Por momentos la cinta de Prividera se antoja un tanto discursiva, plagada de referencias librescas que peligrosamente rozan el lugar común, pero el buen ritmo narrativo y la estupenda edición del documental pronto ceden el paso a un atractivo collage de personajes (Jorge Luis Borges, en primer plano) y lugares (el cementerio parisino de Père Lachaise o el infame centro de torturas bonaerense Olimpo), vueltos ya improntas de un pasado que se captura primero en imágenes muy vivas, luego en documentación fría, y finalmente en esos monumentos funerarios que el documentalista había consignado en Tierra de los padres. La obligada capitulación de la memoria en el caso de Prividera padre, cineasta amateur y médico hipocondriaco, y la minuciosa reunión de los recuerdos familiares operada por ese vástago suyo, discípulo aventajado, que es Nicolás Prividera, suponen más que un adiós a la memoria, su afortunada recuperación artística y también el triunfo de la “memoria obstinada”, según una justa expresión del documentalista chileno Patricio Guzmán.
Se exhibe en la sala 2 de la Cineteca Nacional, 13:00 y 18:00 horas.