Bajo las MONTAÑAS las grúas y los bloques de apartamentos se elevan hacia el cielo en Lhasa. La capital del Tíbet vive un boom inmobiliario gracias a las inversiones chinas, pero el mercado evoluciona a dos velocidades: la de los funcionarios y la del resto de la población.
Con la esperanza de acercar al Tíbet al resto de China, Pekín invirtió masivamente en infraestructura (aeropuertos, carreteras, ferrocarriles) desde los disturbios de 2008, siguiendo el principio de desarrollo económico contra el separatismo, pero las obras en Lhasa modifican el tejido urbano de este eje del budismo y acentúan las disparidades de riqueza, en una región cuyos habitantes están divididos en opinión respecto de la soberanía china.
Cerca del Palacio de Potala, ocupado por el Dalái Lama hasta que partió al exilio en 1959, obreros construyen unas torres de edificios para el promotor inmobiliario chino Country Garden. Estos apartamentos de alta gama se venden a precios similares a las viviendas de algunas urbes chinas donde el promedio de los ingresos distan mucho de los del Tíbet, con uno de los índices más bajos del país en ese renglón.
Como consecuencia, el frenesí inmobiliario polariza la polis de 860 mil habitantes entre los empleados del sector público, que tienen los recursos para instalarse en estos apartamentos nuevos, y el resto de la población.
Muchos puestos de funcionarios públicos están ocupados por tibetanos, pero también por personas de otras etnias, sobre todo los chinos hanes, que constituyen más de 90 por ciento de la población en el resto de China.
En la región autónoma, con una de las tasas de crecimiento económico más altas del país, en 2020 se vendieron casi un millón de metros cuadrados de viviendas nuevas sólo en Lhasa, lo que representó 28 por ciento más que el año anterior.
Para tener acceso a una propiedad se necesita un empleo de funcionario “porque no hay muchas otras formas de ganar tanto dinero”, afirma Andrew Fischer, profesor en la Universidad Erasmus de Rotterdam (Países Bajos).
En estas condiciones, los migrantes con pocos estudios que vienen del sector rural tibetano tienen pocas probabilidades de vivir un día en los nuevos barrios, subraya Emily Yeh, profesora de la Universidad de Colorado en Boulder (Estados Unidos). Muchos de ellos no hablan bien chino, una de las condiciones para trabajar en la administración pública. Según las cifras oficiales, los hanes, cuya lengua materna es el chino, representan 12 por ciento de la población regional, lo que aumenta la competencia por el empleo.
En el casco viejo, los habitantes suelen abandonar su lugar de origen para dejar sitio a los comercios u hoteles para turistas y acaban viviendo en los suburbios. Los tibetanos en el exilio reconocen que la población se beneficia de la moderna infraestructura, pero temen los cambios visibles en torno al templo de Jokhang, el corazón espiritual de Lhasa.
Afp