Cuando oigo que “todos son iguales” o que nuestro presente es lo mismo que el pasado, pero con otros personajes, pienso en que mis interlocutores terminaron por vivir dentro del fin de la historia. Esta idea de que las mutaciones del tiempo se detendrán algún día fue publicitada a finales de la Segunda Guerra Mundial por Alexandre Kojève y, tras la caída del Muro de Berlín, por Francis Fukuyama. Heredero del desenlace en el Apocalipsis, el fin de la historia anunciaba, por una parte, el regreso a la animalidad y, por otro, el reino de los formalismos, la repetición de rituales. El mercado con su exaltación de los apetitos y la política con sus elecciones rutinarias se establecían, de una vez por todas, como el estado universal de todos. Kojève quiso ver en 1947 el final de las luchas contra la naturaleza y por el reconocimiento entre los hombres, pero no pudo evitar escribir: “que ya no se trata de ser felices, sino del contento, de reflejos condicionados como en el supuesto lenguaje de las abejas”. El animal pos-histórico deja de ser humano; es decir, de tener conflictos y de pensar y hacer política. Fukuyama, por su parte, exacerbó el asunto hasta convertir el fin de la historia en una guerra contra los “fanatismos” religiosos o nacionalistas. La idea del final como una ficción de armonía y concordancia, instaló un capitalismo atmosférico donde todo hecho del presente era una simple repetición del pasado y toda creación artística o del lenguaje, algo ya hecho y dicho antes. En 1989, el American Way of Life fue elevado a categoría de una eternidad a la que todos debíamos aspirar. La despolitización fue la forma política que adquirió la autonomía de lo económico y de lo privado.
Imagine el tedio y la confusión de vivir en la pos-historia: todo lo que experimente es una déjà vu, ese desarreglo entre percepción y recuerdo, esa mezcolanza entre una forma del pasado y un hecho del presente. Si uno percibe al mundo así, en efecto, “todos son iguales” y la actualidad aparece como un remedo de otros tiempos y relatos, por lo que realmente no tiene mucho sentido estar insatisfecho o indignado, emociones que dan lugar a la acción. La despolitización como forma política construyó a un ser que vive la política como tedio, desilusión a priori; sólo ocupado en consumir y en sostener su vida biológica.
Pero la historia no terminó en 1947 ni en 1989 porque el potencial del presente jamás coincidirá con el acontecimiento. Lo que es posible y lo que en realidad es no tienen la misma dimensión, y de ahí la fuerza de la historia y de las libertades. Que lo que no existe puede llegar a ser, y que lo existente puede desaparecer, exalta la percepción de estar y pensar dentro de la historia como algo que no termina, que es mutable e incierto. Como ha reflexionado el filósofo Paolo Virno, los dos requisitos de un “momento histórico” son su bidireccionalidad, entre ahora y antes, y su incompletitud. Es una forma política de estar en el presente porque es, al mismo tiempo, una retrospectiva y una prefiguración. No es meramente una retórica simbólica decir que existe la 4T en México, sino que es una disposición a hacer política, es decir, a plantear de manera pública nuestros conflictos. Dirán los que viven en el fin de la historia que es “polarización”, como si el pasado reciente del país hubiera sido una armonía virtuosa y no una evasión a ver nuestros reflejos más terribles, injustos y crueles. También, el momento histórico es uno de insatisfacción, de pensar en lo no-instituido, en lo todavía potencial.
Lo más notable de la despolitización como forma de la política ha sido el tratar de reducir el potencial del presente, que no se agota ni mucho menos en el acontecimiento. De hecho, esas críticas a la idea de la 4T como “hacer historia” no reconocen que los símbolos son el centro de cualquier práctica humana, no su opuesto. “Que se haga y ya no se diga o se haga sólo un espectáculo”, es una postura despolitizante porque no le otorga a la enunciación del conflicto su carácter de experiencia histórica. Es necesario decirlo, representarlo, precisamente porque el pasado no ha terminado de ocurrir. La 4T, qué duda cabe, recobra el pasado desde el presente: si tratas de entrar al futuro de frente sólo verás el vacío de lo que no existe; más vale hacerlo de espaldas, viendo las derrotas y agravios del pasado.
El potencial y el deseo son dos de las cosas que el capitalismo jamás ha logrado someter. Su estrategia más acabada hasta ahora ha sido el algoritmo que trata de predecir los futuros del apetito del consumidor o del elector. Pero todos sabemos el equívoco de pensar que el único problema de la profecía es no contar con suficientes datos. Lo que se le escapa a esta reducción de la vida a números es todo lo que de potencial (lo que existe aunque todavía no) tiene el tiempo humano. En algún lugar del fin de la historia existió una forma de contener la injusticia –la meritocracia– y de sustituir la acción política con “el liderazgo”. Pero lo que le sucedió al neoliberalismo fue que su autoridad seudo-científica menguó con la experiencia de quienes vivimos bajo su dictadura. En México lo vitorean sólo los que todavía creen que el éxito es monetario y se alcanza con el esfuerzo y las credenciales académicas. Son los navegantes del final.
El potencial nos pone delante del futuro existente. No será suficiente con separar el poder político del económico. Habrá que pensar una cultura que separe también las técnicas de evaluación de los principios. Una barca donde la novedad del presente no sea sólo la envoltura de una mercancía ya conocida o la rutina de una elección predeterminada.