Sigue siendo verdad lo que decía Mario Vargas Llosa hace más de medio siglo: de los arquitectos, de los ingenieros y de los médicos nadie duda para qué sirven, pero de los escritores sí.
Y esa duda sistemática sobre la utilidad de su quehacer tiene una réplica exacta en su vida laboral. Si los médicos viven de dar consultas y los arquitectos de construir casas, los escritores necesitan hacer otras actividades para sobrevivir.
Algunos se dedican a la academia o se convierten en burócratas como lo fueron López Velarde, Villaurrutia, Novo y Octavio Paz. También han vendido llantas, como lo hizo Juan Rulfo. Otros más han hecho publicidad para sobrevivir. La lista es larga: Fernando del Paso, Francisco Cervantes, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, por mencionar algunos.
Pese a todo, no tengo duda de que el hombre habría llegado a la Luna muchos años después sin las novelas de Julio Verne. No sólo por la inspiración que dio su novela por entregas De la Tierra a la Luna a sus numerosos lectores desde 1865, sino por haber imaginado, con mucha información científica, la posibilidad de fabricar cohetes espaciales; por calcular la duración del trayecto en cuatro días y una hora –el tiempo que duró el viaje emprendido por la NASA fue de cuatro días–, y por haber descrito el sitio ideal para su lanzamiento, que resultó estar muy cerca de Cabo Cañaveral, desde donde la NASA lanzó la nave que llegaría a la Luna un siglo después.
Tampoco hay duda de que gracias a Víctor Hugo no se demolió Notre Dame: fue tal el éxito de El jorobado de Nuestra Señora de París que los urbanistas que querían derribar la iglesia desistieron en su tentativa para modernizar la ciudad.
Los escritores pueden hacer cosas muy útiles, como se ve, pero hay que reconocer que no todos los que hacen novelas son escritores con las capacidades de Víctor Hugo ni de Julio Verne.
La duda sobre la utilidad social de los escritores Vargas Llosa la hizo pública en 1967, dos meses después de haber recibido el Premio Rómulo Gallegos. Se encontraba frente a un auditorio lleno en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería en Lima. Buscaba aclararse esa interrogante de cara al público preguntándole a bocajarro a Gabriel García Márquez para qué creía que él servía como escritor.
–Yo tengo la impresión de que empecé a ser escritor cuando me di cuenta de que no servía para nada.
García Márquez ya había publicado tres novelas que, sin ser producto exclusivo para los happy few, tenían un modesto círculo de lectores. Pero ese año acababa de publicar Cien años de soledad, que en un mes había vendido 30 mil ejemplares. Entonces y ahora un golpazo editorial de esa magnitud sin más mercadotecnia que la recomendación de boca en boca sigue siendo una pepita de oro del tamaño de una calabaza. Fue la novela que, sin ambages, globalizó a la literatura latinoamericana.
Y aunque García Márquez no despejó la duda de Vargas Llosa, el diálogo que tuvieron ambos escritores es de las mejores exploraciones que se han hecho sobre la novela más paradigmática del boom y sobre la cocina literaria de ambos.
El testimonio de esa conversación grabada por José Miguel Oviedo hace más de medio siglo y publicada recientemente por Alfaguara también encierra algunas reflexiones que no dejan de llamarme la atención por su tremenda sinceridad y por una actualidad que cimbra. Una sinceridad tan cruda, tan terriblemente real que, por ejemplo, no pocos escritores en nuestros días tratan de eludir para hacerse la vida más fácil.
Dice García Márquez que para mantener “la dignidad del escritor… la única subvención que pueden aceptar los escritores es la de vivir de sus lectores”. Por eso, para él, el boom latinoamericano no fue de escritores, sino de lectores: “en el momento en que los libros eran realmente buenos, aparecieron los lectores”.
Gabriel García Márquez-Mario Vargas Llosa: Dos soledades, un diálogo sobre la novela en América Latina tiene más enseñanzas que un seminario de la academia.