El problema es que mucha gente está votando. Es la conclusión del liderazgo del partido republicano después de la elección en noviembre mediante la que Joe Biden llegó a la presidencia. En la misma elección, ganaron los dos candidatos demócratas al Senado por Georgia, un estado eminentemente conservador en el que los republicanos históricamente habían ostentado ese cargo. Con el triunfo de esos dos senadores, el partido demócrata logró igualar el número de senadores republicanos: 50. El desempate lo garantiza la vicepresidenta Harris quien, por pertenecer al partido demócrata, suma su voto al de las propuestas de su partido, por lo que de hecho son mayoría en el Senado.
La respuesta del partido republicano a esas derrotas ha sido frenar por todos los medios el voto de minorías raciales: afroamericanas, latinas e indígenas americanas, quienes en esta ocasión salieron a votar en masa e hicieron posible el triunfo del partido demócrata. En una demostración de su desprecio a la democracia, el partido republicano intenta obstaculizar la participación de los ciudadanos mediante una serie de iniciativas de ley. Los primeros pasos los dieron las legislaturas estatales en los estados donde los republicanos son mayoría. Han aprobado una serie de medidas cuya dedicatoria está dirigida especialmente a quienes viven en distritos populares, que son en mayor medida donde residen dichas minorías y, mediante una serie de artificios, desalientan o de plano evitan su presencia en las urnas. Las medidas tienen que ver con la reducción de los días para enviar el voto por correo, así como del horario en que las casillas estarán abiertas el día de la votación y, una de las más ridículas, la prohibición de repartir agua en las filas de quienes esperan su turno para votar. En regiones donde las temperaturas son de 30 grados o más habrá quienes prefieran abstenerse de votar a exponerse a un problema de salud.
Una de las reglas más controversiales es la necesidad de presentar una identificación para votar. En sí, la medida es razonable, el problema radica en que la identificación no puede ser cualquiera de las que los estadunidenses usan normalmente para realizar otros trámites, por ejemplo, una credencial de estudiante.
En Estados Unidos no hay antecedentes de fraudes masivos que hayan sido determinantes para definir el resultado de una elección, razón por la que no ha sido necesaria una credencial electoral para votar ni tampoco un padrón federal que contenga los datos de todos los ciudadanos. Cada estado define sus propias normas electorales que en términos generales son similares, pero con los matices propios de cada uno. Hasta el año pasado no había existido mayor controversia al respecto. ¿Por qué ahora sí? La respuesta más evidente es que, por primera vez en mucho tiempo, la participación de minorías étnicas fue masiva y determinante para el triunfo de los demócratas, con cuyos principios tienen amplias coincidencias. A la intentona del partido republicano de coartar el voto, el partido demócrata interpuso numerosos amparos, que en última instancia escalaron hasta la Suprema Corte de Justicia. La semana pasada los seis ministros conservadores de la Corte emitieron una resolución que anula algunos de los derechos consagrados en el Acta de los Derechos del Voto. La resolución tendrá además efectos en las leyes aprobadas en por lo menos 15 estados, mediante las que se imponen restricciones para votar. Con el ánimo de contrarrestar la andanada republicana de supresión del voto, el Congreso podría fijar un horario y normas electorales uniformes en toda la nación, sin embargo, la legislación ha sido boicoteada por los senadores republicanos.
Algunos consideran que en el mediano plazo estas medidas tendrían un grave impacto en la democracia de Estados Unidos. La opinión general es que se puso remedio a un problema que no existía y que, a fin de cuentas, validó la retórica de Donald Trump que, sin prueba alguna, ha insistido que la elección fue fraudulenta.